Desde que Gide dijo que con los buenos sentimientos no se hace literatura, numerosos escritores se esfuerzan en escandalizar exhibiendo sentimientos que se pretenden inaceptables, festejando transgresiones pecaminosas, enfatizando en sus páginas brutalidad y violencia, desobedeciendo normas y prohibiciones. El mal parece seducir más que el bien, del mismo modo que resulta más halagador fanfarronear por las malas notas en conducta de la escuela. Pero el mal, exaltado por varios escritores, a los que les gustaría ser inmorales, es con frecuencia inocuo como el griterío en la escuela, es decir, no es el mal en absoluto. Si se quiere ensalzar el mal -mejor aún, con la retórica de las mayúsculas tan apreciada por las banalidades iconoclasta, el Mal- hay que tener el valor de aprobar la bomba atómica de Hiroshima sin tener en cuenta sus víctimas, el valor de admirar a los traficantes de armas que desencadenan guerras y masacres sólo por sus beneficios económicos, de alabar el linchamiento de un desgraciado cuyo color de piel es distinto y de apreciar las represiones de los falsos moralistas puritanos, porque también ellos, como instrumentos de abuso y violencia, son el mal. Si, por el contrario, se condenan todas estas cosas, significa que se respetan unas determinadas jerarquías de valores y sentimientos morales -lo que honra a quien los profesa y los experimenta-, pero es necesario, por eso precisamente, saber que no se forma parte de los diabólicos apóstoles de la transgresión y del mal, sino de los moralistas y de las personas de buenos sentimientos.
Muchos libros ostentosamente profanadores no consiguen ser de verdad desagradables -irritar, ofender, empujar, desgarrar- porque su provocación es la máscara, demasiado transparente, de sentimientos noblemente humanos y las faltas de control exhibidas son sólo simpáticas e inofensivas licencias goliardescas. Todo esto es motivo de orgullo para la humanidad de sus autores, porque es algo bueno que no haya muchas personas semejantes a Mengele o a los mafiosos que asesinan frente a los niños. Muchas veces, la literatura explicítamente transgresora está animada, muy en el fondo, por sentimientos tan buenos como para no poder enfrentarse con lo despiadado y lo cruel, tan frecuentes y tan frecuentemente triunfantes en la existencia. Leer a Genet no es irritante, porque las vicisitudes de sus vagabundos, aunque sórdidas e ilícitas, están rodeadas por un pathos sentimental que, a parte de la incisiva fuerza poética, no es menos cálido, a su manera, que el de Sin familia o de otras novelas conmovedoras de siglo XIX, y transmite un sentimiento de piedad y humanidad que resulta siempre “bueno” y consolador, un sentimiento que, intencionadamente, falta en Cumbres borrascosas, y que por ello es un libro mucho más terrible.
Esa terribilidad extremadamente desagradable es una defensa de lo humano, porque mirar a la Medusa de frente es la única posibilidad de presentar resistencia.
Claudio Magris
Como un puñetazo
Corriere della Sera, 22 de agosto de 1998
Alfabetos
Imagen: Franz Kafka