Nacido el día de los Inocentes de 1899, hijo de ingeniero inglés y de aristócrata española, condesa de Berlanga de Duero para más señas, Edgar Neville es una de las personalidades más fascinantes de la cultura española del siglo XX, tales fueron la multiplicidad y diversidad de sus intereses y actividades, lo prolífico de su obra literaria y cinematográfica, la amplitud de temas y géneros por él explorados y la variedad de vivencias curiosas y de momentos compartidos con figuras relevantes que jalonan su biografía. De frágil salud –de niño alternaba su infancia madrileña con breves estancias en sanatorios suizos; más adelante, en 1921, una enfermedad le obligó a poner fin a su corta etapa de tres meses como corresponsal en la guerra de Marruecos para el diario La Época–, realizó sus estudios en el célebre Colegio del Pilar y, tras unos tímidos inicios como novelista y dramaturgo, ingresó en la carrera de Derecho. Era un Madrid todavía provinciano que Neville siempre representará con nostalgia en sus obras, en el que abundaban las salas de variedades y las tertulias de los cafés, y fue precisamente en el Café Pombo donde Neville trabó amistad con Ramón Gómez de la Serna y conoció a López Rubio, Tono y Jardiel Poncela –con los que años después iba a compartir experiencias hollywoodienses–, al joven poeta García Lorca –con el que mantendría una estrecha relación tras su asistencia al concurso de cante jondo organizado en Granada por Manuel de Falla en 1922–, al pintor Gutiérrez Solana y al filósofo Ortega y Gasset, amigo íntimo por más de treinta años. También se relacionó asiduamente con Valle-Inclán, Azaña, Pérez de Ayala, los Baroja y Carlos Arniches, con Buñuel, Dalí, Alberti, Max Aub y Pepín Bello.
El escritor Emilio Carrere (1881-1947) gozaba entonces de enorme popularidad. Se inició como poeta modernista y actor aficionado antes de empezar a publicar en las más importantes revistas de su tiempo sus relatos fantásticos y de aventuras de terror y policíacas situados en atmósferas tenebristas y macabras, repletos de humor negro, con tintes surrealistas (años antes del famoso Manifiesto de Breton) y de absurdo, surgidos con clara vocación comercial de entretenimiento popular (La calavera de Atahualpa, La casa de la cruz, La leyenda de San Plácido, Los ojos de la diablesa…). Además de su acentuado sentido de la ironía, otro de los más importantes rasgos estilísticos de Carrere como autor coincide con uno de los máximos intereses de la carrera artística de Edgar Neville, el reflejo del clima popular, del casticismo, el folclore y las costumbres locales de toda España, en particular de su Madrid natal, de modo que no era impensable que los caminos de uno y otro se cruzaran tarde o temprano.
La torre de los siete jorobados se publicó en 1924 gracias a Juan Palomeque, editor de la revista La Novela Corta, y fue un éxito instantáneo a pesar de su accidentada confección y de su naturaleza híbrida, mezcla de una obra previa de Carrere, Un crimen inverosímil, ya publicada en la misma revista en 1922, y de un puñado de escritos inconclusos, textos deslavazados y notas sueltas puestos en orden, completados y cohesionados por la pluma del negro literario Jesús Aragón, autor contratado por Palomeque para darle alguna salida al manuscrito, supuestamente inédito, que el bohemio y caótico Carrere le había endilgado para cumplir de un plumazo y sin demasiados esfuerzos con las continuas exigencias del editor ante la absorbente demanda de su obra por parte de los lectores y el consiguiente buen negocio.
En noviembre 1944, Edgar Neville, ya reconocido poeta, dramaturgo, novelista y cineasta, miembro, además, del Cuerpo Diplomático, estrenó su adaptación cinematográfica. Tras haberse codeado en Hollywood con Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Buster Keaton, Ernst Lubitsch, Henry d’Abbadie d’Arrast, Greta Garbo, John Gilbert, Loretta Young, Joan Crawford, William Randolph Hearst, Marion Davies, Samuel Goldwyn o Max Schenk, había regresado a España e iniciado una importante y rentable carrera como director de películas, casi a título por año, cada uno más taquillero que el anterior. Pese a su originalidad al encarar ciertos temas infrecuentes en el cine español de entonces (fantásticos –El malvado Carabel–, policíacos –Domingo de carnaval, El crimen de la calle Bordadores–), el estilo cinematográfico de Neville, alejado de experimentaciones técnicas y de influencias vanguardistas, es eminentemente comercial, centrado en sencillas tramas aderezadas con elementos románticos y de humor blanco y el comentado casticismo popular, tendentes al final feliz, en el que lo más destacable es el uso fluido de la cámara, el desarrollo de los guiones y los apuntes de ironía y sarcasmo. En esta ocasión, sin embargo, no obtuvo el favor del público, y la película cayó en el olvido durante décadas incluso para el propio autor, que raramente se refirió a ella en sus escritos y entrevistas.
Novela y película presentan notables diferencias. Neville y su colaborador José Santugini recortan ciertos pasajes y completan o inventan otros; suprimen, cambian y amplían personajes; eliminan elementos presentes en la obra original, como la magia, y restringen lo sobrenatural al elemento fantasmal; el humor más negro y sarcástico de Carrere se vuelve en el guión más natural, espontáneo e irónico, aunque cede su espacio a la intriga policial y a la aventura de evasión en cuanto la acción se traslada a la ciudad subterránea; igualmente, los guionistas trastocan el final y ofrecen un desenlace más justiciero, convencional y feliz, despojado de todo elemento mágico o esotérico.
El protagonista, Basilio (en la cinta, Antonio Casal), es en la novela un donjuán algo grotesco y nervioso, bastante iletrado, lleno de supersticiones, mientras que en la película, aunque conserva algunos de estos rasgos, se añade su atildada educación, su galantería y su buena presencia –es más sensible y tierno que mujeriego y no mantiene comercio carnal, como en la novela, con mujeres de los bajos fondos– y, sobre todo, una inteligencia aguda que, no obstante, no le permite el control de sus miedos más primarios ni eludir sus manías y temores supersticiosos. Si bien el espectro de Robinsón de Mantua (en la película, Félix de Pomés) no presenta particulares variaciones, sí resulta capital para el distinto rumbo de novela y guión la introducción del personaje de Inés (Isabel de Pomés). Si en la novela el fantasma se presenta ante Basilio para que le ayude, gracias a sus ignoradas capacidades para lo ultraterreno, a esclarecer su asesinato, acaecido diez años antes, con la ayuda de un periodista intrépido y sagaz llamado “El Duende de la Corte” (inexistente en el guión de Neville y Santugini, donde es sustituido por un comisario de policía que muere al inicio de la trama), en la película se trata de encomendarle la protección de su sobrina, amenazada por un presunto gran peligro, lo que da pie a una historieta de amores ingenuos bastante convencional y complaciente.
Sí son más fieles a la obra de Carrere los personajes de Don Zacarías (Antonio Riquelme), antiguo colega de Robinsón de Mantua que vive consagrado a la ciencia en su prisión de la torre de los jorobados, y, en particular, el doctor Sabatino (Guillermo Marín), uno de los más logrados villanos del cine español, construido al hilo de los mefistofélicos malvados aparentemente cordiales y amables que esconden un interior retorcido y criminal y unas capacidades que bordean lo sobrehumano, al estilo del pérfido Mabuse de Fritz Lang, aunque en la película se cambien el ocultismo y la magia negra de la novela por los poderes hipnóticos. No es esta la única conexión expresionista, ya que al modo de El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920), Sabatino se hace valer de un secuaz sonámbulo, Ercole (en la película de Wiene se llama Cesare), para que cometa sus crímenes, y la película se muestra visualmente muy influenciada por esa estética gótica e inquietante de luces y sombras del expresionismo de los años veinte y primeros treinta. No en vano fue el alemán Pierre Schild quien diseñó los decorados, en los que, en abierto contraste con el luminoso Madrid castizo y provinciano que domina la puesta en escena por encima de la superficie, abundan los pasadizos, las ruinas, los túneles, las escaleras que se pierden en la oscuridad, las telarañas y los esqueletos, además de la propia torre, hundida en espiral hacia un abismo que parece terminar en el mismo centro de la Tierra, así como la ciudad subterránea.
Es en el final donde se perciben con mayor claridad las diferencias de perspectiva e intereses entre Carrere y Neville al abordar la historia. Mientras que en la novela se utiliza el elemento esotérico, con un guiño sarcástico, para resolver la trama –el comisario de policía no cree las “tonterías” que le cuenta Basilio, y arroja al fuego las pruebas que este le trae, unos muñecos que Sabatino utiliza para sus juegos ocultistas de dominación, disolviendo así, involuntariamente, el hechizo y acabando con el propio mago–, en la película el misterio se reduce a un elemento más terrenal –el enigma central no es más que la ocultación de una fábrica de dinero falsificado– y los propios jorobados son quienes, al volar las galerías de la torre para impedir a la policía el acceso a su ciudad subterránea, los que acaban con Sabatino, justo antes de que el final feliz, no desprovisto de humor (la antológica despedida de Robinsón de Mantua, que puede volver satisfecho a su dimensión de la existencia en el más allá), consagre los amores de Inés y Basilio.
Lo que no impide que la película deba considerarse entre las imprescindibles, no solo de la filmografía de Neville, sino una referencia obligada en el cine español, al tiempo que necesario puente para la justa reivindicación de la figura de Carrere, que combina en su literatura el folletín decimonónico, el humor de Gómez de la Serna, las vanguardias de principios de siglo, el incipiente surrealismo y el teatro del absurdo en una obra, como la de otro olvidado autor español de género fantástico, Enrique Gaspar, creador de El Anacronópete (1887), adelantada, por mucho, a la mentalidad de su tiempo y de su país.