El sufrimiento voluntario se reputa meritorio si persigue un fin noble; el involuntario se tiene por censurable si lo dirige indigno fin, y por justo si el mismo es digno. El crimen y el castigo, igual que la herida y su cura, sólo se distinguen teleológicamente. Por ello quien niega los fines que trascienden el deseo se ve obligado a negar la justicia. El sacrificio, en cambio, se separa de los anteriores no por la naturaleza del fin, sino por la presencia espontánea y autónoma de la voluntad. Quien niega el carácter libre de ésta, desecha la moral.
Sólo procede moralmente quien, exponiendo sus bienes actuales por un bien mayor y futuro, desea aquello a lo que no se siente naturalmente inclinado. La naturaleza ha procurado que los demás seres vivos busquen sin repugnancia la consecución de sus fines, esto es, que la bestia prefiera comer a desnutrirse y huir a ser apresada. Sólo al hombre puede resultarle desagradable lo que le conviene, aun a sabiendas de que así es. De ahí el mérito, innecesario e inexistente en el animal, de violentar el propio gusto y desdeñar los placeres inútiles.
Ahora bien, la sola capacidad de sufrir no añade nada positivo en términos morales, ni por supuesto genera derecho alguno. A los delincuentes se los castiga de ordinario dado que poseen la capacidad de padecer, y se los condena porque, extraños a la sociedad humana, se conducen como las bestias, aunque a diferencia de éstas podrían haberlo hecho de otro modo. Por esto el castigo de un criminal es ejemplar, mientras que la inmolación de un animal es mística. En el primer caso se restablece la moral, y en el segundo se establecen sus límites.