"Era 1981 y estábamos arruinados; nuestras únicas posesiones eran mil sencillos de siete pulgadas"
[Ricardo Portmán] @ecosdelvinilo
Si hay una banda que llevó al extremo el cliché del Sexo, Drogas y Rock N’ Roll esa fue Mötley Crüe. Más famosos por sus excesos que por su música (hace muchísimo tiempo que no sacan un disco con algo de inspiración), los ochentas fueron su tiempo dorado de laca capilar y maquillaje a destajo. Haciendo honor a su bien ganada fama de disipados decidieron contar su truculenta historia (apoyados por Neil Strauss) en el libro The Dirt (Regan Books, 2001) publicado en español como Los Trapos Sucios (ES POP Ediciones). Les dejamos una primera entrega del relato, asegurándoles que no les dejará indiferentes.
"Parte Uno: La casa Mötley
Capítulo 1 VINCE
De y sobre la primera casa; en la que Tommy es sorprendido con las manos en la masa y los pantalones por los tobillos; Nikki es prendido fuego para deterioro evidente de la moqueta; Vince codicia los narcóticos de David Lee Roth; y Mick mantiene virtuosa y distraídamente las distancias
Se llamaba Bullwinkle. La llamábamos así porque tenía cara de alce. Pero Tommy, a pesar de que podía conseguir a cualquier chica que se le antojara en Sunset Strip, se negaba a dejarla. La amaba y quería casarse con ella, nos decía una y otra vez, porque cuando se corría era capaz de lanzar fluidos de una punta a la otra de la habitación.
Por desgracia, no eran sus corridas lo único que hacía volar por la casa. También arrojaba platos, ropa, sillas, puñetazos... básicamente cualquier cosa que quedara al alcance de su mal genio. Hasta entonces nunca había visto a nadie ponerse tan violento, y eso que había vivido en Compton. Una palabra o mirada equivocada bastaba para que estallara en una explosión de rabia y celos. Una noche, Tommy intentó mantenerla a distancia atrancando la puerta de entrada —la cerradura hacía tiempo que había quedado destrozada tras ser forzada en repetidas ocasiones por la policía— y ella se agenció un extintor con el que reventó una ventana para poder entrar. La policía regresó un poco más tarde aquella misma noche y encañonó a Tommy mientras Nikki y yo nos escondíamos en el cuarto de baño. No estoy seguro de a quién le teníamos más miedo, si a Bullwinkle o a la poli. Nunca llegamos a reparar la ventana. Habría sido demasiado trabajo. La casa estaba cerca del Whisky A Go-Go y la gente se colaba para celebrar fiestas de madrugada, bien por la ventana rota, bien por la puerta principal (marrón, combada y medio podrida) que sólo conseguíamos mantener cerrada utilizando un trozo de cartón doblado como cuña. Yo compartía habitación con Tommy, mientras que Nikki, el muy cabrón, tenía un cuarto grande para él solo. Al mudarnos, nos habíamos puesto de acuerdo para ir rotando mensualmente de modo que todos pudiéramos disfrutar en solitario de la habitación grande. Pero nunca llegamos a hacerlo. Habría sido demasiado trabajo.
Era 1981 y estábamos arruinados; nuestras únicas posesiones eran mil sencillos de siete pulgadas que nuestro representante había hecho prensar para nosotros y un par de muebles hechos polvo. En el salón teníamos un sofá de piel y un tocadiscos que los padres de Tommy le habían regalado por Navidades. El techo estaba cubierto de pequeñas muescas circulares, porque cada vez que los vecinos se quejaban del ruido nos desquitábamos golpeando el techo con mangos de escoba y los mástiles de las guitarras. La moqueta, además de estar llena de quemaduras de cigarrillo, estaba pringosa de sangre y alcohol; las paredes, negras y chamuscadas.
La casa estaba repleta de alimañas. Si alguna vez nos daba por usar el horno, antes teníamos que dejarlo unos diez minutos encendido al máximo para matar a los regimientos de cucarachas que se escondían en su interior. No teníamos dinero para comprar insecticida, así que para exterminar a las cucarachas que correteaban por las paredes cogíamos los botes de laca, acercábamos un mechero al difusor y achicharrábamos a las muy hijas de puta. Por supuesto, sí que podíamos permitirnos comprar (o permitirnos robar) productos de primera necesidad, como la laca, ya que si uno quería ir de ronda por los clubes era obligatorio llevar el pelo bien arreglado.
La cocina era tan pequeña como un retrete e igual de asquerosa. Normalmente en la nevera sólo teníamos alguna que otra lata de atún rancio, cerveza, mortadela Oscar Mayer, mayonesa caducada y, quizá, si estábamos a primeros de semana, perritos calientes que o bien habíamos robado en la licorería de abajo o bien habíamos comprado con las monedas que nos hubieran sobrado. Sin embargo, la mayor parte de las veces, un motero llamado Big Bill que pesaba doscientos kilos y trabajaba de portero en el Troubadour (y que murió un año más tarde debido a una sobredosis de cocaína) solía venir a comerse todos los perritos. Nos imponía demasiado respeto como para decirle que no teníamos nada más.
Un poco más abajo en la misma calle vivía una pareja que sentía lástima por nosotros y que de vez en cuando aparecía con una enorme cazuela de espaguetis. Cuando las cosas venían realmente mal dadas, Nikki y yo recurríamos a ligar con dependientas de ultramarinos para poder conseguir comida gratis. Pero siempre pagábamos nuestro alcohol. Era una cuestión de orgullo.
En el fregadero de la cocina se descomponían las únicas piezas de vajilla que poseíamos: dos vasos y un plato, que aclarábamos ocasionalmente. A veces quedaban suficientes restos resecos pegados al plato como para rascar un buen bocado y Tommy no se negaba a ello. Cuando la basura empezaba a acumularse, abríamos la pequeña puerta corredera de la cocina y la arrojábamos al patio. En teoría, el patio podría haber sido un rinconcito agradable, del tamaño justo para colocar una barbacoa y una silla; en vez de eso, estaba completamente cubierto por bolsas llenas de latas de cerveza y botellas de licor, apiladas de tal modo que cada vez que abríamos la puerta teníamos que contenerlas para que no se desparramaran por el interior de la casa. Los vecinos se quejaban del olor y las ratas habían comenzado a campar a sus anchas por el patio, pero ni de coña pensábamos limpiar aquello, ni siquiera después de que los agentes del Departamento de Sanidad de Los Ángeles llamaran a la puerta enarbolando una orden judicial en la que se nos exigía que limpiáramos el desastre ecológico que habíamos creado. Nuestro cuarto de baño hacía que la cocina pareciera inmaculada en comparación. En los nueve meses o así que estuvimos viviendo allí, no limpiamos el baño ni una sola vez. Tommy y yo todavía éramos unos adolescentes. No sabíamos cómo hacerlo. En la ducha se amontonaban los tampones de las chicas que habían pasado allí la noche, y el lavabo y el espejo estaban negros debido al tinte para el pelo que usaba Nikki. Como no podíamos permitirnos comprar papel higiénico (o éramos demasiado vagos para hacerlo) el suelo estaba continuamente sembrado de calcetines, octavillas anunciando conciertos y páginas de revista manchadas de mierda. En la parte interior de la puerta teníamos pegado un póster de Slim Whitman. No se muy bien por qué.
Junto a la puerta del baño, un pasillo conducía hacia los dos dormitorios de la casa. La moqueta del recibidor era como un ajedrez de huellas chamuscadas, porque solíamos ensayar para nuestras actuaciones en directo prendiéndole fuego a Nikki y la gasolina para mechero siempre acababa chorreándole por las piernas.El cuarto que compartíamos Tommy y yo estaba a la izquierda del pasillo, lleno de ropa sucia y botellas vacías. Cada uno dormía en un colchón tirado en el suelo, tapado por una sábana que en otros tiempos había sido blanca pero ahora tenía el color de una cucaracha aplastada. Sin embargo, nos creíamos muy elegantes porque una de las puertas de nuestro armario era de espejo. O lo fue, hasta que una noche vino David Lee Roth para sentarse en el suelo con una gran montaña de coca que, como de costumbre, no compartió con nadie. En ese momento, las bisagras de la puerta del armario cedieron y el espejo cayó sobre su cabeza haciéndose añicos. Dave interrumpió su monólogo durante medio segundo y luego siguió como si tal cosa. No parecía ser consciente de que hubiera pasado nada fuera de lo normal... y no perdió ni un solo átomo de droga.
Nikki tenía en su cuarto una tele y una puerta doble que daba al salón. Pero por algún motivo la había clavado al suelo. Se quedaba allí dentro, sentado en el suelo escribiendo “Shout at the Devil”, mientras a su alrededor todo el mundo estaba de bacanal. Noche tras noche, después de haber tocado en el Whisky, la mitad de los presentes nos seguía hasta casa y se quedaban allí hasta la mañana siguiente, bebiendo y metiéndose coca, jaco, Percodan, Quaaludes y cualquier otra cosa que pudiéramos conseguir gratis. En aquel entonces yo era el único que se pinchaba, porque una pija rubia llamada Lorry, bisexual y aficionada a los ménage-à-trois que conducía un 280Z, me había enseñado a inyectarme coca.
A nuestras fiestas casi diarias asistían supervivientes de la movida punk, como 45 Grave y los Circle Jerks, mientras que por el patio y por la calle asomaban miembros de bandas metaleras recién formadas como Ratt y W.A.S.P. Las chicas llegaban por turnos. Cuando una entraba por la puerta, otra estaba saliendo ya por la ventana. Tommy y yo teníamos nuestra ventana y Nikki tenía la suya. Lo único que teníamos que decir era: «Tenemos visita. Tienes que irte». Y efectivamente, se iban... aunque a veces no llegaban más allá del dormitorio del otro lado del pasillo.
Una de las tías que solía venir era una pelirroja exageradamente gorda que no podía ni pasar por la ventana. Pero tenía un Jaguar XJS, el coche favorito de Tommy; deseaba conducir aquel coche más que cualquier otra cosa en el mundo. Finalmente, ella le dijo que si se la follaba le dejaría conducir el Jaguar. Aquella noche, Nikki y yo llegamos a casa para encontrar a Tommy, con sus escuchimizadas piernas, espatarrado en el suelo bajo una enorme masa desnuda y temblorosa que botaba implacablemente sobre él. Pasamos por encima de ellos, nos preparamos un cubata y nos sentamos en nuestro destrozado sofá a observar el espectáculo: era como ver un Volkswagen rojo con cuatro ruedas blanquecinas y cada vez más deshinchadas. En el preciso instante en el que terminó, Tommy se abotonó los pantalones y nos miró:
—Tengo que irme, tíos —exclamó orgulloso—. Voy a conducir su coche.
Y salió corriendo, dejando atrás la basura del salón, la puerta reventada, los bloques de hormigón, hasta entrar en el coche completamente satisfecho consigo mismo. No sería aquella la última vez que les sorprendiéramos negociando su diabólico pacto.
Vivimos en aquella pocilga el mismo tiempo que un bebé en el útero antes de irnos cada uno a vivir con nuestras respectivas novias. Mientras estuvimos allí, nuestro único deseo fue grabar un disco. Lo único que obtuvimos fueron drogas, alcohol, chicas, mugre y ordenes judiciales. Mick, que vivía con su novia en Manhattan Beach, nos decía una y otra vez que así jamás conseguiríamos un contrato. Pero supongo que se equivocaba. Porque aquella casa dio a luz a Mötley Crüe y, como unos salvajes, abandonamos a la muy perra, dejando en su interior suficiente testosterona exasperante y atolondrada como para engendrar los embriones de un millón de grupos de metal bastardos.
Capítulo 2 MICK
La casa vista desde una perspectiva externa en la que se postula la correlación entre Bullwinkle y las formas de vida extraterrestres
Yo solía decirles: «¿Sabéis cuál es vuestro problema? Que cuando hacéis algo siempre os pillan. Así es como se hacen las cosas». Entonces cogía un vaso de chupito y lo arrojaba a la otra punta del local y nadie se enteraba de qué cojones había pasado. Siempre he sido el que sabía cómo salirse con la suya sin que le pillaran. Supongo que en este caso era el desplazado.
Tenía un piso en Manhattan Beach a medias con mi novia. Nunca me gustó perder el tiempo en la casa. Aquello ya lo había vivido, ya me lo conocía. Hacía tiempo que había dejado atrás los veintiuno y ellos todavía estaban en los dieciocho. Fui una vez en Navidades y tenían un pequeño árbol que habían robado y decorado con latas de cerveza, bragas, mocos, agujas y demás mierda. Antes de salir para una actuación que teníamos que dar aquella misma noche en el Country Club, sacaron el árbol al patio, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. A ellos les pareció muy divertido, pero a mi se me antojó una gilipollez. Aquel tipo de comportamiento me aburría enseguida. Además siempre lo tenían todo tan sucio que podías pasar el dedo por donde fuera y la mierda se te metía hasta debajo de las uñas. Yo prefería quedarme en casa, bebiendo y tocando la guitarra.
Nikki salía con una especie de bruja con la que se lo montaba en el armario o en un ataúd que tenía en su casa. Tommy salía con... no consigo recordar su nombre, pero nosotros la llamábamos Bullwinkle. Y el alce no es un animal precisamente agraciado, que digamos. Tenía ataques de locura durante los que rompía las ventanas con extintores que arrancaba de las paredes para poder entrar en la casa. Para mí, no era más que una adolescente boba y posesiva con probables problemas mentales. Yo nunca me he puesto tan violento como para romper una ventana y correr el riesgo de cortarme.
No sé qué es lo que llevarán dentro ese tipo de personas, pero es algo que me resulta excesivo. A todo el mundo le gusta mirar al cielo en busca de marcianos, pero en mi opinión los alienígenas somos nosotros. Somos los descendientes de los delincuentes de otros planetas. Igual que Australia era la prisión a la que los ingleses enviaban a sus criminales, lo mismo pasa con la Tierra. Aquí es donde nos dejaron tirados. Somos los putos locos que nadie quiso en otro sitio, somos la hez. Me duele la espalda."
Fuente: The Dirt (Regan Books, 2001) Los Trapos Sucios (ES POP Ediciones).
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