Puerta Grande con media docena de naturales. Iván de Andrés.
Madrid. Plaza de Toros de Las Ventas. Feria de Otoño. Tercera de ciclo. Tres cuartos de plaza. Toros de Torrealta, y un sobrero -tercero bis- de Martín Lorca para Juan Mora, Curro Díaz y Morenito de Aranda.
Por órdenes del rey Alfonso VIII de Castilla reza en el escudo de Plasencia el lema, que vino a darle nombre a la ciudad, ``Ut Placeat Deo et hominibus´´, que en el lenguaje de fulanos como Cervantes o Quevedo viene a significar `para que plazca a Dios y a los hombres´´. Nacido, crecido y venido de la tierra placentina, y con el fin de honrar la leyenda de su pueblo, hizo el paseillo Juan Mora, perdón, Don Juan Mora, uno de los últimos supervivientes de la gloriosa estirpe de la torería añeja.
El bueno de Juan volvía una vez más a su casa, al único sitio tal vez en dónde su cátedra es valorada como lo que es: la maestría de un matador de toros bravos. Casi cincuentón, achaparrado, vestido en torero, corbatin negro sobriedad, traje con pinta de desgastado, aliviado de oro, sin petulantes bordados, las tela livianas, el estoque en la mano y la vergüenza por montera. Pura torería. Anhelo de tiempos que inequivocadamente fueron mejores.
Nos recetó, como buen doctor de la tauromaquia que es, dos faenas llenas de verdad, pureza y clasicismo. Basadas ambas en la naturalidad, el toreo fluido como una cascada de arte capaz de emborrachar veinte mil almas y la inteligencia del que conoce todas las suertes, terrenos y rincones del toreo. Veinte pases, algunos majestuosos, otros bellamente imperfectos, naturales desmayados, con las plantas asentadas en la arena, con la derecha templado y parsimonioso, con esos pases de pecho verticales tan de la casa, un ramillete de remates digno de los mejores, y la manera cabal de salirse de la suerte al finalizar las series, despidiéndose del toro como la pareja de enamorados que se dicen adiós en la estación del ferrocarril. Todo ello coronado con dos grandes estocadas, fabricadas y asestadas nada más salir del último remate de la tanda, como antaño. Tres orejas, para muchos excesivas, pero que carecen de todo valor, tardes como esta no se pueden medir, contabilizar ni premiar numericamente. Estas faenas van directamente al recuerdo, al cajón de las cosas buenas de esta Fiesta que merecen la pena.
A Curro Díaz lo hemos visto en dos versiones: la mala, la del mediopegapasismo, y la más seria, la de jugarse la pelleja con un bicho descastado cruzandose al pitón contrario, metiendose en la cuna, para sacar muletazos sueltos, pero limpios y bellos. Un cañonazo con la espada le valió para que le pidieran una oreja minoritariamente, que Muñoz Infante concedió. Tampoco es que me estorbe. La ejecución de la estocada por sí sola la valía.
El mejor toreo de la tarde lo ha realizado Moreno de Aranda, en el sexto, al natural, respetando todas las normas ortodoxas, cargando la suerte, toreando con profundidad y templanza, llevándolo siempre embebido en la franela. Le hubieran dado las dos orejas de matar bien, pero como lo hizo de bajonazo infame se tuvo que conformar con una. Lo que se convierte, indudablemente, en un error clamoroso del usía, que si es menester, debe incumplir las leyes, por mucha mayoría de moqueros que haya, para salvaguardar el caché de la exigencia de Madrid. Oreja tras bajonazo, no. Si usted ha toreado como los ángeles, dé dos vueltas al ruedo si es necesario, pero de tocar pelo ni hablar.
Los toros, Torrealtas de los que hemos hablado poco, resultaron colaboradores, anónimos en el caballo, descastados y noblones en lineas generales. No dieron problemas. Seis de esos mal llamados medios-toros que han tenido la suerte de ser clientes de tres toreros con muchas cosas que decir. Y bien que se las dijeron, cada uno con su lenguaje.