Soledad Gallego-Díaz. 2013
¿Acaso, a estas alturas, todavía hay quien cree que el crecimiento económico es ilimitado? ¿Que los recursos naturales son inagotables? Los pocos que quedaban se los ha llevado por delante la realidad del panorama actual. Sin embargo, aún quedan muchos ingenuos que piensan que no hace falta votar, porque aunque los parlamentos se llenen de partidos extremistas y xenófobos no cambiará nada (concretamente su statu quo). Una patulea de políticos mediocres y votantes inhibicionistas en el ejercicio de su derecho forman hoy un peligroso cóctel. El populismo, esa ideología rancia y tradicionalista que se reviste de gestión eficaz y directa negando precisamente cualquier intención ideológica en sus decisiones, amenaza con apropiarse de las altas instituciones europeas y de unos cuantos gobiernos de estados miembros por culpa de la dejadez cronificada y una descarada defensa de intereses particulares a través de partidos políticos supuestamente generalistas y transversales.
Los analistas advierten del peligro que supone incorporar a la agenda política temas como la inmigración, la preeminencia de derechos preferentes para los nacionales, la tolerancia cero con el fraude menor (argumentando que es el más perjudicial para el buen funcionamiento del sistema, mucho más que el fraude a gran escala de empresas y millonarios), la obsesión por un código penal directo, ejemplarizante y escasamente garantista... Los evidentes réditos electorales de estas medidas han provocado que los partidos generalistas las incorporen a sus programas electorales (con pequeños matices que ellos creen que anulan o minimizan el componente populista). El tiempo ha demostrado que también son unos ingenuos: la extrema derecha lidera en Francia la intención de voto para las próximas elecciones al parlamento europeo.
Lo más preocupante de este proceso es que la izquierda haya caído en semejante trampa, con el agravante de estar inmersa en una crisis de legitimidad. La actitud de la derecha no debe sorprendernos, al fin y al cabo sirven a los intereses de un grupo de presión bien definido. En cambio, errores propios aparte, los partidos de izquierda posteriores a 1989 todavía debe resolver una contradicción que le impide acudir desde entonces a unas elecciones con un programa político que no sea una mera reacción ante la gestión política regresiva de la derecha en ámbitos estratégicos (pero especialmente preocupante en el ético y de derechos), de manera que en la práctica, en caso de gobernar, deben dedicarse a deshacer los desastres previos, sin que dé tiempo a construir un modelo diferente. La izquierda debe encarar un dilema previo que funciona como premisa para todo lo demás: asumir o combatir la subordinación del poder político frente al económico. Los gobiernos de izquierdas europeos se estrellan sistemáticamente contra esta muralla; la necesidad de atraer inversiones, obtener financiación, renegociar la deuda soberana en los mercados internacionales les obliga a entrar en un quid pro quo de beneficios y exenciones con los grupos que controlan los mercados que acaba lastrando sus proyectos legislativos estrella (control de los mercados, lucha contra la deslocalización, rebajas de impuestos a los más ricos...). La alternativa de combatir el poder omnímodo de los mercados (unilateralmente y en solitario desde gobiernos nacionales, puesto que es un mercado globalizado donde resulta casi imposible coordinar políticas comunes) limitando legislativamente sus poderes permanece inédita.
Es urgente que la izquierda encuentre una posición firme en este asunto, que sepa explicarla con claridad y que apalanque sobre ella un programa político que, o bien sirva de contrapeso a la voracidad social, financiera y ecológica del poder económico. O por el contrario que se enfrente a ella directamente con un modelo económico alternativo, plausible y más equitativo socialmente. Dudo mucho que la segunda opción sea factible, en todo caso habremos de esperar a un colapso aún mayor que el de Lehman Brothers, una catástrofe cuarenta veces más devastadora que Chernobil y Fukushima juntas y un desastre a inestabilidad mil veces mayor que la primavera árabe, para conseguir que el poder político acepte negociar una limitación externa de su actividad y se puedan sentar las bases de un modelo económico compatible con los desequilibrios que se avecinan: el primer y más urgente el enorme desajuste entre la población en edad de trabajar y una creciente masa de población anciana, consumidora voraz de recursos públicos; a continuación, una actividad económica que anteponga la sostenibilidad a los beneficios, y no por simple filantropía, sino porque los recursos y el medio ambiente están agotados y colapsados y no queda otra. Todo esto sólo será posible gobernando con mayorías absolutas, algo altamente improbable mientras los niveles de abstencionismo electoral y de inhibicionismo ideológico sigan por las nubes. Podemos hacer grandes declaraciones, manifestarnos, impugnar pacífica o violentamente la apisonadora de las políticas de la derecha, pero la única manera de desmontar su tinglado es votando y promulgando leyes. O eso o sobrevivir mientras esperamos el colapso.
Los votantes viven aferrados a la bruma de su bienestar particular: los que tienen mucho sólo necesitan que su statu quo económico-legislativo no varíe en lo esencial y puedan mantener sus privilegios; la riqueza menguante de la exigua clase media limita su lucha al estricto mantenimiento de su nivel de vida (impuestos directos, precios, desgravaciones), sin afrontarla con una mayor perspectiva ideológica. Por último, los que carecen de todo, los expulsados del sistema, los que se mantienen fuera por decisión propia, aspiran a ingresar/regresar por la vía rápida, sin importar las consecuencias ni la coherencia. Todo vale porque no rinden cuentas a nadie. Sobre éstos recae hoy todo el peso de la legislación conservadora: se les acusa de fraude en los subsidios, de vivir de la economía sumergida, de no seguir los cauces legales autorizados... La derecha exhiben músculo a su costa, y cuando éstos reaccionan con la impugnación incívica les acusan de violentos, de desestabilizar el sistema, de tener lo que se merecen. Mientras tanto, los traficantes de armas con los ministros siguen cruzando las fronteras (Battiato dixit); el capital circula sin trabas mientras las personas deben quedarse en sus territorios, ligada su suerte a un azar financiero que les otorga una prosperidad que no depende en absoluto de ellos. ¿Buscar nuevas oportunidades emigrando? ¡Ni hablar! Lo verdaderamente importante es financiarse a bajo interés en los mercados, todo lo demás es secundario.
Mientras cada cual siga pensando que su menguante bienestar es suficiente, mientras opte por quedarse quieto para evitar males mayores, los partidos ultraconservadores y xenófobos se harán fuertes en los parlamentos. Nadie se movilizará para echar a los analfabetos funcionales que ahora mismo ocupan los gobiernos europeos. Solamente cuando la precariedad sea la pauta, cuando sea una evidencia que las barreras a la inmigración no suponen más ni mejores puestos de trabajo, cuando el daño al ecosistema sea irreversible, entonces las legiones de inhibicionistas se rebelarán: lo destrozarán todo, exigirán respuestas inmediatas, incluso a algunos con estudios superiores les entrará un terrible ansia de voto para echar al gobierno de turno. Se les llenará la boca de justicia, de igualitarismo, de progreso y de ecología, pero ya será tarde. Para cuando eso suceda, la generación de los inhibicionistas se habrá convertido en un fenómeno sociológico inédito: jubilados que siguen pagando hipoteca, sustentado por una fuerza laboral decreciente. Un polvorín altamente sensible a la inestabilidad económica que arrasará con todo.
Estos inhibicionistas, atrincherados en lo que creen un bienestar irreversible y garantizado, piensan que es suficiente con expresar solidaridad ante las desgracias ajenas y casi siempre lejanas (inmigrantes ahogados, desastres naturales, desahuciados, accidentes, atentados...) porque sus derechos y leyes fundamentales están a salvo de los vaivenes de la política, al margen del debate ideológico. Vamos a peor gracias a su colaboracionismo ingenuo.
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