Se ha desatado la guerra de cápsulas de Nespresso secundada -coincidencias mercantiles- por el empuje mediático al café. Hace un par de años este oscuro líquido de deseo provocaba acidez, subía la tensión y endurecía las arterías; ahora es antioxidante, antibacteriano, vigorizante y hasta adelgazante (¿?). Dentro de poco nos sentiremos como Woody Allen en “El Dormilón” (Sleeper), cuando descubramos que lo mejor para la salud es fumar puros. Depende de quién pague, el año que viene quizá sean trendy los dientes amarillos y el fétido aliento mañanero. Y Tele 5 será nuestra iglesia… y Amy Winehouse, nuestra profeta.
El café acostumbraba a ser un barato estimulante. Era la droga light que unía a obreros y patronos, la excusa de citas amorosas a deshora y el nexo aromático de complejas amistades. El café, libre cómo era él, fue encerrado en pequeños ataúdes de aluminio y convertido en moda absurda. Surgieron los supositorios robóticos bautizados por George Clooney, listos para ser exportados a algún planeta lejano como señal de despilfarro inútil. Obviando los mentideros güeberos, que difunden, con cierta lógica, que las dosis extras de aluminio no son recomendables para la salud, nos queda la controversia de los desechos y el CO2 generado por cada cápsula, pero sobre todo, la duda razonable sobre la inteligencia humana. Qué más da la marca que lo comercialice. Qué importa si el envase es de aluminio, plástico o plexiglás; se trata de una cuestión de eco-inteligencia. ¿Por qué pagamos treinta céntimos por café contaminante y encorsetado cuando nos costaría diez si prescindiésemos de tanta pijofernalia? Y ahora, disculpadme, me voy a tomar un café proletario sin ropa (¡viva el café libre y desnudo!).
Por esta tontería pagamos…