El paciente de mi primera cricotirotomía no vivió más que unos meses más, no muchos pero sí los suficientes como para asistir a la primera comunión de su nieto, que era algo que esperaba con ilusión. Me enteré de aquello casi por casualidad pero me pareció muy bonito. Con mi hazaña no me convertí en una heroína de la noche a la mañana, ni mucho menos, tampoco me lo esperaba. Los médicos no somos héroes, aunque en ocasiones tengamos que echarle valor a nuestro trabajo, no podemos olvidar que los pacientes nos acompañan en todas nuestras aventuras y son ellos los que corren el mayor riesgo. Con mi actuación me llovieron tanto críticas como alabanzas, está claro que nunca se da gusto a todos y en una emergencia no se sopesan todos los factores que luego adquieren importancia, sólo los prioritarios en ese instante. Para variar no presté demasiada atención a las opiniones de otros, y aún menos a las negativas, he comprobado que con el tiempo todas las aguas vuelven a su cauce y lo único verdaderamente importante es que el paciente estuviese contento. Eso sí, la aprobasen o no, aquella experiencia no tardó en demostrarse muy útil.
Apenas tres meses sonó el teléfono de la consulta. Contestó nuestro enfermero que, casi inmediatamente y sin colgar, dio la voz de alarma:
- Que suba alguien corriendo al quirófano de la tercera que no pueden intubar a una paciente.
No hizo falta más. Corrí, vaya si corrí: cinco pisos de escaleras del sótano a la tercera a toda mecha y volar por el pasillo que las separaba del quirófano. Entré tan a la carrera que aún no recuerdo si llegué a ponerme el gorro y la mascarilla, es posible que los cogiese automáticamente al pasar, o es posible que no. No estaba cansada tras la ascensión. Tenía la adrenalina disparada.
-¡Deprisa!- oí que me decía la voz de Ángel. A pesar de la situación, me alegré de que estuviese allí.
Ángel era nuestro anestesista habitual. Años de cánceres de garganta le habían especializado en casos de intubaciones no ya difíciles, sino imposibles. Estaba en el quirófano del piso de arriba y había sido al primero al que habían recurrido. Si él no podía, no podía nadie. El caso era dramático: una mujer de 40 años a la que iban a intervenir de un cáncer de mama. Si Ángel me metía prisa significaba que la cosa estaba mal, muy mal. La paciente no ventilaba pese a los esfuerzos de los anestesistas. La alarma pitaba mientras que el pulsioxímetro latía con un sonido cada vez más grave. No había tiempo que perder. Lo último que vi en la pantalla, mientras me calzaba los guantes, fue la cifra de 60 de saturación, y bajando...
Repetí los pasos de tres meses atrás: tocar, agarrar y cortar. El escenario era distinto, con mucha más gente, más ruido, menos irreal. Aunque tenía que tomar las riendas, me encontraba más arropada. Sabía que podía hacerlo, ya lo había hecho antes y había salido bien. Mi dedo acompañó al bisturí en su camino para no perder la vía, reconocí el tacto de los tejidos y del metal plano de la cuchilla. Atravesé la membrana entre los dos cartílagos laríngeos y aparecieron las primeras burbujas de aire. Retiré el bisturí pero dejé el dedo abocado en el orificio de la tráquea mientras lo cambiaba por el tubo. No estaba fiado y, al entrar en la vía aérea, se desvió hacia la boca. Así no servía, los pulmones no ventilaban.
- Tengo que sacarlo.
Todos me miraron espantados. La maniobra era un riesgo, la vía aérea se podía perder en el proceso, pero no quedaba más remedio, tal como estaba la enferma seguía sin ventilar.
- Fiadme un tubo.
Metí una pinza en el agujero, agarré y tiré. Afortunadamente la alineación de los cortes aguantó. Esta vez, gracias al fiador, el tubo entró en la tráquea en el sentido correcto. Conectaron el oxígeno. Para gran alivio de todos los presentes la paciente comenzó a ventilar, la saturación subió. Me retiré a un lado agotada, sin reserva alguna de adrenalina en mi cuerpo, sólo recuerdo que los anestesistas se hicieron cargo del resto.