Revista Cultura y Ocio

No habrá independencia de Catalunya

Publicado el 13 octubre 2017 por Benjamín Recacha García @brecacha

No habrá independencia de Catalunya

Lanzo mi pronóstico, tan válido como el de cualquier otra persona sin acceso a fuentes informativas fiables: Catalunya no va a conseguir la independencia, no al menos a corto y medio plazo. Ya no se trata de una cuestión de legitimidades, de que a mí me parezca bien o mal, o de lo que digan unos y otros. Es la sensación que me queda después de tantos días de tensión en los que parecía que se avecinaba el apocalipsis.

En mi opinión, España tiene un problema aún mayor que la independencia de Catalunya, al que dediqué mi anterior artículo: la bestia del fascismo, que con la excusa de la afrenta secesionista anda desatada, impune y blanqueada por los medios. Este jueves, para celebrar el día de la hispanidad, los salvajes han protagonizado una vergonzosa batalla campal en el centro de Barcelona y, como cada 12 de octubre, han exhibido su asquerosa ideología en Montjuïc, con total libertad para quemar banderas, hacer apología del nazismo, insultar y amenazar.

#12octFiestaNacional #NadaQueCelebrar #12octubre

Los amigos fascistas de Borrell,Albiol y Rivera liándola en la manifestación de Barcelona pic.twitter.com/TBxT6eIWwR

— Vidushi (@vidushi_i) 12 de octubre de 2017

No me voy a repetir. Hoy pretendo explicar por qué creo que el movimiento independentista se va a desinflar en las próximas semanas, a no ser que a Rajoy se le vaya la mano en la estrategia represiva. Obviamente, el independentismo no se va a esfumar de la noche a la mañana. De hecho, no se va a esfumar lo más mínimo, pero sí creo que va a replegar velas, no por culpa de la intransigencia del gobierno central (que ha sido desde 2007 la principal fábrica de independentistas), sino por las disensiones internas.

Debo reconocer que no esperaba la moderación que el PP ha mostrado estos últimos días. La exhibición de salvajismo policial del 1 de octubre hacía presagiar lo peor si al president Puigdemont se le ocurría proclamar la república catalana. Qué importa lo que opinara la prensa internacional y lo escandalizados que pudieran mostrarse los diversos organismos internacionales, así como (sin hacerlo explícito) los dirigentes europeos. A la derecha española le apetecía un verdadero escarmiento, una humillación en toda regla.

De hecho, y a pesar de que Puigdemont declaró e inmediatamente suspendió la independencia en la surrealista sesión parlamentaria del martes, la derecha española, muy española (la prensa y Ciudadanos, que ha demostrado por fin que la ultraderecha cuenta con 32 diputados en el Congreso) ha clamado por ese escarmiento ejemplar, incluso más que en las propias filas del PP (no creo que esa moderación del gobierno sea por falta de ganas).

Los falangistas… quiero decir, Ciudadanos están locos por que se aplique el famoso artículo 155 de la Constitución para que se convoquen elecciones en Catalunya, si puede ser ilegalizando alguno de los partidos independentistas. Sueñan con que Inés Arrimadas se convierta en la primera mujer presidenta de la Generalitat. No lo conseguirá, pero en cualquier caso sí estoy bastante seguro de que mejorarían sus actuales 25 escaños. Ahora mismo es posible que ante la exhibición de falangismo de los últimos días bastantes de sus votantes o de quienes pensaban votarles se hayan asustado, pero en una presumible campaña electoral ya se encargarían de suavizar el mensaje para mantener y ampliar ese voto del cinturón metropolitano, antes rojo y ahora naranja.

El martes los dos millones de independentistas soñaban con poder cenar celebrando la proclamación de la república catalana. Parecía que iba a ser así, que por fin el procesismo iba a dar el paso definitivo, aunque hacer efectiva la independencia tuviera un coste muy alto a causa de la segura represión policial y judicial.

A Puigdemont le llovieron las peticiones de todos los organismos oficiales europeos para que no declarara la independencia. La más relevante de las que han trascendido, la del presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk: «Me dirijo a usted no sólo como presidente del Consejo Europeo sino como alguien que cree firmemente en la divisa de la UE de “unidos en la diversidad”, como miembro de una minoría étnica y un regionalista, como un hombre que sabe lo que se siente al ser golpeado por la porra de la policía. Como alguien, en fin, que entiende y siente los argumentos de ambas partes».

Tusk ya había pedido a Mariano Rajoy «que busque una solución al problema sin recurrir a la fuerza, porque la fuerza de los argumentos siempre es mejor que el argumento de la fuerza».

Mi hipótesis, poco arriesgada, es que a Rajoy también le llovieron las llamadas de sus colegas europeos (con traductor interpuesto, claro). Le tocaron la cresta por la represión del día del referéndum y le advirtieron que no sería tolerable un nuevo festival de porra para solucionar el problema catalán, así que le pidieron que relajara la mano en caso de que Puigdemont no declarara la independencia. Y en esas estamos.

Según los entendidos, el gobierno, con la complicidad de su nueva mascota principal, el PSOE del mediocre Pedro Sánchez —ese hombre que hace unos meses, cuando recuperó el liderato de su partido, parecía la reencarnación del Ché, y ahora no es más que una mala copia del Felipe González que perdió la chaqueta de pana—, ha activado los trámites para la aplicación del artículo 155, que podría concluir con la intervención de la autonomía catalana. El caso es que han pedido a Puigdemont que aclare si el día 10 declaró la independencia. Si responde que no lo hizo, el 155 sería guardado en un cajón y previsiblemente se abriría la vía del diálogo. Un diálogo que, obviamente, nunca admitirá la posibilidad de que Catalunya sea independiente, ni siquiera de que se convoque un referéndum pactado.

A Europa le importan un pimiento los anhelos del soberanismo catalán. El gobierno catalán y todos sus satélites procesistas intentan vender a bombo y platillo que Europa pide diálogo y mediación, pero en realidad lo único que quiere Europa es que haya estabilidad en España. Jamás apoyarán la secesión de territorio alguno dentro de las fronteras de la UE. Bastante follón tienen ya con el Brexit y la inestabilidad económica como para añadir un elemento que lo mande todo al carajo. Europa no va a mediar ni va a mover un dedo por Catalunya. Lo más que se puede esperar es lo que ya han hecho los principales dirigentes europeos: pedir al gobierno español que no sea duro con la afrenta y que acepte el diálogo con Catalunya, eso sí, siempre dentro del orden constitucional.

Y eso es lo que le van a vender a Puigdemont, una reforma constitucional que Pedro Sánchez pretende exhibir como su gran éxito de la temporada. Por supuesto, una reforma pactada entre PP y PSOE, con Ciudadanos en los coros, nos podemos imaginar lo excitante que puede resultar para la izquierda española, mucho menos para los dos millones de independentistas a los que estos últimos seis años se les han hecho eternos.

El independentismo se encuentra en un callejón sin salida. Sus dirigentes saben que no pueden esperar nada de la comunidad internacional. Se siguen agarrando a la cagada monumental del gobierno español del 1 de octubre. Esas imágenes vergonzosas, inadmisibles en cualquier democracia, impactaron en todo el mundo, menos en la España cañí, que habría deseado aún mayor contundencia. Pero si Rajoy no vuelve a recurrir a la represión policial, la vía unilateral estará definitivamente muerta.

Estoy convencido de que si finalmente Puigdemont levantara la suspensión de la declaración de independencia, es decir, si se atreviera a proclamar la república catalana, de verdad, la tentación en el gobierno central y sus satélites españoles, muy españoles, sería la de tomar Catalunya por la fuerza. La operación Perejil iba a quedar en un chiste aún peor de lo que fue. Pero Rajoy no es tonto, aunque lo parezca. Sabe, y esta vez yo también lo creo, que no haciendo nada el problema se “solucionaría” sólo.

Hombre, algo haría, lo del 155 y elecciones, imagino. Pero nada de mandar a los mamporreros, ni mucho menos los tanques. Porque sólo en el caso de que se repitieran las imágenes de violencia policial Europa volvería a intervenir. En ese supuesto la respuesta de la sociedad catalana sería masiva, y sería también la única posibilidad de que la indignación y la contestación se extendieran al resto de España. Pero viendo la moderación de la última semana, me cuesta mucho vislumbrar ese escenario (y no voy a decir que lo lamente).

De todas formas, no creo que lleguemos a tener que comprobarlo.

El independentismo ha perdido el farol de la mediación y ahora sólo queda la declaración unilateral (bueno, ellos no la llaman unilateral, sino aplicar los resultados del referéndum y, por tanto, activar la ley de transitoriedad y el proceso constituyente) o dar un paso atrás para recuperar el procesismo, es decir, la convocatoria de elecciones con el compromiso de declarar la independencia en caso de conseguir mayoría absoluta en votos y escaños. Vamos, otras elecciones plebiscitarias, repetición de las de 2015.

La cuestión es: ¿quién se lo va a creer si ahora renuncian? No hay que subestimar la capacidad de reinvención del procesismo. Los independentistas tienen una virtud muy por encima de las muchas que atesoran (lo digo completamente en serio, son admirables): su estoicismo. La ilusión y la persistencia son importantes, pero esa capacidad para encajar las decepciones es impresionante. Me queda la duda de si ante una situación tan excepcional como la que estamos viviendo, los partidos serán capaces de gestionar la enorme frustración que la “rendición” del independentismo generaría. De entrada, lo lógico sería que todos sus dirigentes desaparecieran de la primera línea política. Pero no lo harán (excepto, supongo, Puigdemont, que ya dijo que no repetiría); es lo que tiene el procés.

Si el Govern acaba rajándose definitivamente o si alarga la suspensión en espera de esa mediación que jamás llegará porque el gobierno español no la va a aceptar, el bloque independentista se romperá. La CUP, el único colectivo que está dispuesto de verdad a llegar hasta donde sea necesario, el único que puede corear con motivo lo de “els carrers seran sempre nostres” (“las calles serán siempre nuestras”, aunque eso también lo decía Fraga), no va a tolerar más troleos. Ya se han tragado sapos para toda una vida política como para seguir tragando. Y sin el apoyo de la CUP, que ha dicho que como no haya independencia en dos semanas, se largan del Parlament, el Govern tendrá que convocar elecciones.

Los satélites gubernamentales, ANC y Òmnium Cultural, tampoco quieren esperar y están presionando para que Puigdemont se líe la manta a la cabeza. En ERC son más tibios, y en el seno del PdeCAT (la Convergència de toda la vida) los saltos al vacío como que no molan mucho. Significativo que antes del discurso del president todos los consellers, menos una, votaran a favor de frenar (lo hicieron escribiendo en un papel si optaban por la independencia o por esperar, en pro del diálogo), y significativo que el vicepresidente (líder de ERC), Oriol Junqueras, se abstuviera por adelantado.

La única estrategia que podría acabar funcionándole al independentismo es ese desborde ciudadano que sólo se intuyó tras la represión del referéndum, con las manifestaciones masivas del día 3 y el paro general. Pero no lo veo, no si el gobierno central se contiene.

Fue muy sintomática la reacción del día 10. A las afueras del Parlament se concentraron miles de personas, como siempre convocadas por la ANC y Òmnium, cómo no, con pantalla gigante incluida. Cuando acabó la sesión todas regresaron, decepcionadas pero obedientes, a casa. Ni un incidente, ni una protesta digna de ser mencionada. Y a las pocas horas, el procesismo puso en marcha de nuevo la máquina propagandística para levantar los ánimos: “si no hay diálogo, independencia”.

No habrá independencia de CatalunyaAlegría y decepción en Barcelona.   Foto: Iván Alvarado/Reuters

En el caso de que Puigdemont diera el paso y Rajoy respondiera sólo con la ley, sin recurrir a la fuerza, tampoco creo que la cosa se aguantara mucho tiempo. Habría detenciones, la ocupación policial de los edificios e instalaciones estratégicos y follón durante unos días en las calles.

Ayer escuchaba al presidente de Òmnium, Jordi Cuixart (que se especula que, junto al de la ANC, Jordi Sánchez, serán los primeros empurados de verdad), no descartar un nuevo paro de país en caso de la aplicación del 155. Buf, Rajoy está temblando… No, en serio, para defender la independencia de un territorio que no va a tener el apoyo de nadie vas a necesitar innumerables paros de país, vas a necesitar una huelga general indefinida sostenida durante meses; vas a necesitar controlar todas las instalaciones estratégicas, el tráfico comercial, la actividad bancaria…; y vas a necesitar convencer a la inmensa mayoría de la población, no a los dos millones y pico de independentistas, de que apoyen ciegamente ese proyecto.

No lo veo, y me juego un guisante a que los dirigentes independentistas tampoco.

El movimiento independentista es muy heterogéneo. Engloba desde la burguesía catalanista a la izquierda anticapitalista, pasando por el campesinado y, en general, el grueso de la población interior, pero la masa principal la conforma lo que se conoce como clase media, trabajadores en una situación económica cómoda, nacionalistas o que se han abrazado al independentismo como vía para escapar de una España irreformable. En su mayoría no están acostumbrados a defender sus derechos en la calle, ni mucho menos a hacer huelgas y menos aún si esas huelgas duran más de un día. Las movilizaciones a las que acuden son actos festivos y ejemplares en lo cívico (manifestaciones del 11 de septiembre, y las que se han venido convocando en las últimas semanas).

Obviamente, en este grupo no incluyo al sector de influencia de la CUP, anarquistas y otras izquierdas (minoritarias) que simpatizan con el movimiento independentista como oportunidad de romper con el régimen del 78.

La clase obrera de toda la vida, la que se concentra en los barrios metropolitanos de Barcelona, Tarragona y, en general, la mayoría de ciudades, pasa del procés. Nadie se ha preocupado de seducirlos. Para el sector supremacista del independentismo (muy activo en las redes sociales) son colonos, charnegos, fachas ignorantes. Y el problema del independentismo es que difícilmente superará ese anhelado 50% si no es capaz de seducir a una parte de esos catalanes, que tampoco constituyen la mal llamada mayoría silenciosa que se manifestó el domingo (ayer muchos menos, no vinieron autocares de fuera) por Barcelona. Esos cientos de miles de catalanes están desmovilizados y el procés es, sobre todo, una pesadez cada día más insoportable, que encima puede acabar provocando quién sabe si incluso una guerra. Aunque suene exagerado, sé de lo que hablo; conozco bien esa realidad social ignorada por el aparato de propaganda procesista.

En fin, que si la cosa acabara poniéndose fea (en este momento soy menos pesimista que hace unos días, ya veremos mañana), el independentismo no tiene la fuerza ni la capacidad de aguante necesaria para conseguir doblegar a un estado tan poderoso como el español, que además (si no se pasa reprimiendo) cuenta con el apoyo de la comunidad internacional.

Conclusión: elecciones a la vista (que no solucionarán nada).

Por cierto, si queréis divertiros leyendo sobre el sainete hispanocatalán, os recomiendo encarecidamente las crónicas de Guillem Martínez para CTXT. Él sí tiene información de fuentes fiables.

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