Revista Cultura y Ocio

No todos cantan

Publicado el 13 mayo 2019 por Ispamaga @is_ma_ga

—¿Qué tal la estás pasando? —me pregunta el pasante—.

 Sebastián aparece y me toma del brazo apartándome de él.

—¡Aléjate de ese marica! —grita con un tono brusco—.

Sebastián está borracho y no le cuesta nada decir la verdad. Es mi primera fiesta en las oficinas del juzgado. Cada rostro es desagradable, las gordas del área de violencia intrafamiliar visten grandes sacos de cuadros que casi cubren todo su cuerpo. Bueno, eso no viene al caso, pero ¿quién las ha invitado?

Sebastián me cuenta, con interés, que hace unos días su mujer se había ido con su hijo a casa de sus padres.

—No nos estamos separando solo se fueron de vacaciones una temporada, al menos eso pienso.

—Ah.

Mauricio, el pasante, está inclinando su oído hacia nuestra conversación, y con los manos en los bolsillos hace como que examina el funcionamiento de la impresora, nos mira de reojo y no se acerca. Sebastián se da cuenta y me toma suavemente del codo haciéndome a un lado para seguir conversando.

—…como te seguía diciendo, solo se fue con sus padres una temporada, pero siento que es un abandono válido.

Sebastián es un hombre ambicioso de buen corazón y de buena estatura, casi siempre viste elegante, mantiene sus uñas intactas y se arregla la barba con cuidado. Arrastra la erre cuando habla y le cuesta un montón ya que aquí se gana el pan con el sudor de la lengua y mientras él me cuenta sobre los problemas con su esposa y las calificaciones perfectas de su hijo, con mi botella en mano me dedico a ver los pasillos del juzgado que a esta hora están totalmente limpios, en la mañana las ratas, las comadrejas y los astutos zorros se deslizan por todas partes. Lastimosamente yo también me deslizo por todas partes, estoy obligado a moverme por los corredores llevando papeles de aquí para allá atendiendo solicitudes de mujeres golpeadas que a la final vuelven con el marido.

—Mi mujer nunca está pendiente de mí, no le importa nada de lo que haga o deje de hacer, creo que mañana estaré escribiendo: Señor juez de lo civil. Yo Juan Sebastián Fernando Cárdenas Prado, de estado civil casado, de 40 años, de profesión abogado, domiciliado en la parroquia Rocafuerte, ante usted respetuosamente comparezco la siguiente demanda de divorcio, etc…

Sebastián me sigue hablando, estoy harto de escucharlo, solo necesita a alguien que parezca un muro viviente para contarle sus penas. Y aquí estoy yo. Si no estuviera interesado en hacer amigos, me habría ido a dormir.

—¡Aquí estás! queremos que nos cuentes cómo ganaste esa custodia no compartida.

Gabriela, la recepcionista, me quitó a Sebastián de encima, se lo llevó a una madriguera de abogados civiles donde se cuentan sus audacias. Los seguí, porque es el único departamento que tiene muchachas bonitas. Con orgullo Sebastián cuenta las trampitas de los abogados.

—Inventamos una violencia psicológica en el niño, ya sabes, solo describes los fundamentos de hecho y de derecho; la madre llora y el juez da la resolución —se rasca el cuello como dudando de lo que él mismo está diciendo—.

Me alejo del grupo escuchando de lejos un tuteo fraternal que me invita a quedarme. Me acerco a la charla de las mujeres —muy banal, por cierto—, y con placer nervioso me siento en un rincón a observar a los presentes. El juez del juzgado civil, que ha sido invitado, no sé por quién, ya está dormido sobre los encajes duros de la alfombra modulando, a ratos, un concierto de ronquidos que me exaspera; Lorena, la secretaria de las audiencias provinciales, está descansando con sus tacones en la mano después de tanto diablear; Gabriela ya está, gravemente, sentada después de beber tanto y por momentos abre el ojo derecho y luego el izquierdo para parecer consciente y estremece las orejas cuando el ruido la importuna; Sebastián conversa con un lenguaje sumamente serio y expresivo, a ratos me mira y me sonríe, puedo ver los hoyos de sus mejillas y su arqueada dentadura queda visible, ya se había quitado el saco y las arrugas del talle de su camisa de rayas se transforman en pliegues elegantes. Seguía hablando y, de vez en cuando, se frotaba los ojos como en un intento de bloquear la mirada de quien está conversando con él.

Me siento interrumpido por la contemplación de Mauricio quien nuevamente viene a mí; Sebastián levanta la cabeza y proyecta su barbilla hacia adelante pretendiendo comunicar agresividad y poder, se acerca.

—Estamos conversando —dice Mauricio poniendo una pierna sobre la otra indicando timidez—.

—¡Hey! ¿Quién invitó a este marica? —Sebastián señala a Mauricio haciendo un ademan teatral intentando no caerse—.

—Sebastián vamos, déjalo, solo quiere tomarse una cerveza.

Sebastián mira a Mauricio con un aire amenazante, yo, al contrario, estoy empezando a sentirme incómodo porque los demás nos miran, los dejo hablando solos y que arreglen sus diferencias, por alguna extraña razón yo estoy en medio de estos dos. Voy al baño para lavarme la cara en lugar de divertirme, me está dando sueño. Permanezco diez minutos en el baño; Sebastián entra, me seco las manos con las servilletas de papel las lanzo al piso.

—¿Qué fue eso? —le pregunto quitándome la corbata con paciencia—.

Sebastián ladea la cabeza con una expresión que demuestra interés por mí.

—¿Quieres irte de este lugar? —me toma por el codo y me habla al oído, yo me alejo golpeándolo fuertemente en el pecho—.

—Pero ¿qué dices?, déjate de mariconada.

—No te hagas, bien que te gusta.

—Estás borracho; aléjate antes de que te parta la cara.

Sebastián me empuja contra la pared

—«Tengo ganas de darte besos salvajes, besos sucios» —Continuó estrujándome; siendo presa de su gran excitación lo encollo contra el espejo del baño; se ríe vulgarmente—.

—Sé que te gusto, esto es lo que quieres.

Le zafo un puñetazo en la cara…Mauricio entra, ve a Sebastián en el piso, cruza los brazos bajando la cabeza y levantando la vista hacia mí.

Mauricio me lleva a su departamento, vive cerca. Caminamos unos diez minutos, él asustado y yo azorado. Unos policías nos miran extrañados y nosotros seguimos hacia adelante, viramos a la derecha y entramos por unas rejas del condominio. Mauricio toca el botón del ascensor, entramos lo observo echándole un vistazo a mi mano empuñada.

—¡Bienvenido a la madriguera! —exclama Mauricio al entrar a su departamento—. Con sus maneras de hablar me pone incómodo pero su forma de ser llega al límite de lo soportable.  «Madriguera», así es como Mauricio llama a su casa-oficina.  Me lanza una toalla para que me limpie. Su departamento anuncia decadencia parece que todo está reparado; en la sala, hay cajas de mudanza y en su escritorio hay cartones con libros; el gabinete de donde él está escogiendo unas cajitas que parecían ser…

—Elige ¿té o café?

… Bueno, eran sobres de té. Elijo café.

—No puedo ir a mi casa con el estado de ánimo que tengo —Le digo al anfitrión—

Entro al baño a lavarme, pues tengo el rostro y las manos sucias, ensangrentadas y sudorosas. La camisa que recién me había comprado para ir a esta fiesta, está mojada y llena de manchas. Limpio la punta de mis zapatos con un pañuelo blanco que se torna rosa.

Nos sentamos a la mesa porque los muebles están llenos de papeles.

—Un nuevo estudio realizado por la Universidad Western Illinois, en EE. UU., señala que los varones se sienten más atraídos por otros cuando beben alcohol.

—Si lo dices por Sebastián, tú sabes que él ya era así.

—Así ¿cómo?

—Agresivo cuando está borracho. Además, sé que fuiste su pareja, comprendo que ahora esté celoso.

—Vaya, lo que una se entera —dice pasando la mano por su cabello espeso—.

—¿Qué tal el café?

—Pasable.

—Sí, fui su pareja —indica Mauricio, con una sonrisa melancólica. Bebe y paladea su té —Mmm delicioso.

Mauricio tiene algo que me agrada. Tiene una tristeza indefinida en el fondo de sus ojos. Llegó al juzgado hace dos meses, se notaba solitario y melancólico. Todos sabemos que es gay, pero solo yo sabía que Sebastián y él habían tenido un amor prohibido, un amor ‘avergonzante’. Solo yo sé que Sebastián llora en la sala de su casa con su whisky caro, en silencio, maldiciéndose a sí mismo. Recuerdo que él iba al colegio con el pelo cortadito, iba obligado al estadio y daba alegría a su apellido. Se había casado para aquietar la boca de su padre. Se había hecho padre para ser el elegido. Con los años se dio cuenta de que no podía vivir sin el ensueño y el misterio de su cuasi dios puro con quien se tendía sobre estos muebles llenos de papeles donde se encontraban los sábados.

—Te portas tan bien que voy a hacerte un regalo.

—Tengo sueño y creo que tú también, me iré a dormir.

—¿Hice algo mal?

—Claro que no. Estoy cansado, gracias por la toalla y el café.

Mauricio comenzó a cantar.

—¿Cantas porque te gusta o porque no te gusta?

—Canto para que me guste ―Me respondió entre gallos y malas entonaciones—

—Ojalá no me arrepienta de haber subido hasta aquí.

—¿Quieres que siga? Bueno ríete, no importa. Para estar feliz, canto. Para no llorar, canto —y sigue cantando mientras afloja el nudo de su garganta y las lágrimas corren—.

—Me da igual —lo miro apoyando mi barbilla sobre la mano cerrada—.

—No se lo diremos a tu papá me dijo mi madre cuando me vio vestida de niña; la la la…no se lo diremos a tu papá me dijo ella cuando se enteró de que me habían llevado al patio trasero del colegio y me habían bajado los pantalones —seguía cantando con un volumen bajo y en un tono casi solemne—.

Llaman a la puerta, es Sebastián, herido, claro, con los golpes que le había dado yo. Chocamos la mirada por unos segundos, él entra al recibidor pone su saco sobre un clavo que está en la pared del pasillo algo que, al parecer, lo hacía por costumbre. Salí dejando la puerta abierta.

—Nos vemos —dije—.

Subí al ascensor y apoyándome en la pared contemplo el fino espejo que refleja un bulto que me hace estorbo entre las piernas, cuando el ascensor comienza a bajar me digo: tengo que limpiar la casa.

Camino al ritmo de la acera de la calle.

—¡Me llamas cuando llegues! —Mauricio me grita desde su ventana. No lo miro, solo hago señas de adiós con mi mano, sigo caminando—.

Mauricio y Sebastián se miran por unos segundos. Mauricio se voltea tímidamente y mientras recoge los papeles del sofá sonríe.

 —¿Vas a dormir aquí?

—Si no te molesta, sí. Solo por esta noche.

—No me molesta Sebastián. ¿Quieres té o café?

—Quiero que cantes.

Llego a casa, Rafaela se me acerca y sujeta mi cabeza apoyándola sobre su vientre vacío. Me mira con una sonrisa bastante real.

—¿Qué tal te fue en tu primera fiesta del trabajo?

—Normal, supongo.

Rafaela se va a la habitación; camino por la sala sin encontrar nada en qué pensar, me siento en el sofá a beber whisky barato y a lamentarme porque me casé para aquietar la boca de mi padre. A ratos siento que uno tiene que aprender a vivir con este tipo de cosas.

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