El hombre que se sentaba a una mesita de café en el paseo del pueblo, captó mi atención de inmediato. El paseo, en aquella tardía hora de la húmeda noche estival, se hallaba atestado de gente ociosa, horteras de sábado, curiosos de la vida ajena y niños escandalosos, todos en busca de un respiro. Era una de esas noches en las que el límite entre el calor ambiental y el producido por el gentío que huye de él es una barrera indefinible.
Él se hallaba sentado frente a nosotros, completamente solo apoyado con rigidez en el incómodo respaldo de una silla de plástico. Sobre la mesa había un vaso largo y estrecho; un paquete de tabaco rubio americano y sobre él un mechero de destellos dorados que palidecían cuando el hombre movía los dedos de la mano que yacía como un animal moribundo junto al tabaco. Era como si no se acabara de decidir a coger un cigarro o como si la mano fuera de voluntad independiente del ser al que se hallaba unida.
Desde mi mesa, a través del gentío que trajinaba sin parar entre nosotros, me daba la impresión de que seguía el ritmo de una particular melodía. Mimetizado con la noche, parecía contemplar el mundo desde el trasluz del vaso que contenía un líquido oscuro y brillante. Tenía la tez cenicienta, tanto que parecía fundirse con el color de la corbata como si ésta fuera una continuación de aquélla. El pelo, ensortijado y espeso como una enredadera, se elevaba sobre el cuero cabelludo otorgándole cuatro o cinco centímetros más de estatura. Los ojos eran pequeños y blandos y se asentaban incómodamente sobre una nariz achatada como la de un boxeador golpeado sañudamente. Al observarlo de frente creí ver que los ojos se le escapaban hacia las esquinas de las cuencas. Las pupilas, sin embargo, se mantenían firmes en sus órbitas, negras como obsidianas, contrastando bruscamente con la blandura del resto del ojo. Relucían en medio de tanta negritud y casi te forza! ban a fijarte en ellas y preguntarte qué había en su interior.
Ejercía sobre mí esa poderosa y magnética atracción que todos sentimos hacia lo extraño. En todo el tiempo que observé su actitud, apenas pestañeó. Su mirada se había detenido en un punto concreto de la nada nocturna y allí permaneció durante las dos horas que estuve frente a él. En varias ocasiones busqué ese punto distante que tan apartado lo mantenía de este mundo, pero la búsqueda resultó infructuosa. Parecía una estatua antigua, de bronce negro.
Mientras, observándolo a él sin ningún asomo de vergüenza, empecé a preguntarme qué sucedería en esa vida de la cual sólo él disfrutaba. Imaginé que veía otro mundo, distante en el tiempo y en el espacio, un mundo que al resto se nos escapaba. Nosotros seguíamos viendo sólo lo que teníamos ante nuestras narices, es decir, personas acaloradas, unas enzarzadas en discusiones bizantinas sobre temas cotidianos; otras, mudas, ajenas también al mundo real, cabeceando débilmente al monólogo de su acompañante; otros, los más, soportando el agobio del calor de una noche estival, en sí incrementado por el sofoco producido por los avatares de la vida. Sin embargo, muy mala no debía de la vida que lo retenía y lo alejaba de ésta durante tanto tiempo.
Íbamos a marcharnos pero antes pensé que quizás este hombre al despertar de su sueño despierto, al coincidir otra vez con la vida que lo rodeaba, con el calor del verano — al que también parecía ajeno — al sentir la humedad que comenzaba a amenazar entre nubecillas de mosquitos; al escuchar el rugido de los motores de los coches y motos turbando el sosiego de los pensamientos — o por qué no, para evitar que pensemos — cuando contrastara su placidez con el bullicio de la gente comentando naderías y la cantidad de niños chillones y maleducados; cuando se tropezara con miradas insidiosas como la mía, quizás entonces, decidiera embarcarse en un letargo indefinido, en ese punto perdido de su mente e invisible para los demás y quizás también hacer caso omiso de su inquieta mano y no despertar jamás.
Texto: Elena CaseroMás relatos de verano aquí