Por Juan Antonio Carrasco Lobo Se apagó la luz que ya languidecía, y en tristes palabras vestidas de duelo se despedía con un impersonal "hasta luego".
Sabía que ese adiós no era eterno. Sabía que volveríamos a vernos. Sabía que yo no viviría con aquél silencio.
En mis manos su cuerpo yerto, y en mis mente la imagen de su último recuerdo.
No era dolor solo. Era desespero. Rabia por haber confiado en que habría aún tiempo, desoyendo aquel pitido incierto.
Empero, a pesar del desconsuelo, supe que quedaba libre del yugo de ese solapado tormento.
Libre para escapar sin ser descubierto. Para no responder llamadas ni mensajes que turbaban mi recogimiento.
Con su voz enmudecida respiraba. Retomaba tras su estertor el aliento.
Mis ojos, como si yo no tuviera sobre ellos mandato, buscaban inconscientes, y en la mesa hallaron el aparato que a su corazón generaba movimiento.
Imposible no hacer nada. Impensable no conectarlo. Impasible mi cerebro que no hacía caso a mis sentimientos.
Acerqué un cable -¡Chalado! ¡Majadero!- y enchufé a la vida al ahora inútil trasto que permanecía muerto.
Volvió a su ser el hálito, y en su tez acristalada asomaba su saludo impreso.
¡Desdichado! ¡Esclavo sin remedio! ¡Infiel con tus momentos! ¿Quién decía que una máquina no vencía al cerebro?
Poema del hombre prisionero. Vasallo sin saberlo. Que no sabe vivir si muere su señor, el teléfono.