Por mucha imaginación que tenga un autor a la hora de dibujar a sus personajes, sus tramas de ficción raras veces serán capaces de superar a las que acontecen en la realidad. Una realidad que creemos bien explorada y conocida, pero que no deja de sorprendernos cada vez que nos relajamos un poco y nos convencemos de que la situación está controlada.
A Einstein se le ha atribuido la cita de Dios no juega a los dados con el universo, pero en ninguno de sus escritos se ha encontrado tal frase, que se ha demostrado como un producto de una malinterpretación. En una carta a su amigo Max Born, lo que realmente escribe el sabio científico es: "La mecánica cuántica merece todo mi respeto. Pero una voz interior me dice que no es toda la verdad. La teoría ofrece mucho, pero apenas nos acerca al secreto de El Viejo. Yo, en cualquier caso, estoy convencido de que Él no juega a los dados". Con la expresión "El Viejo", Einstein no se refería a Dios, sino al universo.
En el bagaje de conocimiento humano que llevamos arrastrando de generación en generación desde que empezamos a dejarnos ver por el mundo, acumulamos tal cantidad de historias que se han contado de tantas formas distintas que cualquier hecho que las haya protagonizado ha podido llegar a mutar infinidad de veces. Igual que, según la teoría de la evolución de Darwin, las mutaciones genéticas pueden originar la irrupción de nuevas especies, las mutaciones en la forma de interpretar hechos acaecidos en el pasado pueden llegar a cambiar por completo una misma historia, hasta el punto de que las versiones de ella que hayan llegado hasta nuestros días en nada hagan justicia a lo que aconteció realmente.
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Hay muchas formas de llegar al mismo sitio, pero no tenemos por qué recorrer todos el mismo camino recto ni interpretar lo que nos pasa en cada uno de sus tramos de la misma manera. Podemos recrearnos en contemplar los paisajes y en conocer a fondo a las personas con las que nos encontramos, desviarnos por atajos, aventurarnos a descubrir lo que se esconde tras los recodos que otros sortean a toda prisa, sin reparar en detalle alguno.
A base de contar una historia muchas veces, cada trovador o cada intérprete le van añadiendo elementos de su propia cosecha y la van despojando de aquellas partes que menos les gustan. El resultado final, el que acaban transmitiendo a otros, quizá resulte una historia sorprendente y muy aplaudible, pero en nada se ajusta a la realidad.
La realidad siempre es una sola. No entiende de aditivos ni de paños calientes. Los hechos suceden, cogiéndonos desprevenidos y sin darnos opción a réplica. Pero luego cada uno de los que hayamos experimentado esa realidad tendremos que encargarnos de construir, a partir de ella, nuestra propia verdad, que no será más que una falacia a los ojos de quienes interpreten esos mismos hechos o evidencias de forma diametralmente opuesta.
Vivir con lo que nos pasa todos los días es un ejercicio que se nos puede llegar a hacer muy cuesta arriba si no somos capaces de darles la vuelta a esas cosas que nos pasan hasta encontrarles un sentido que a veces tienen demasiado escondido. Es en ese aprender a darles la vuelta, en esa insistencia en reinterpretarlo todo de modo que nos duela menos, donde encontramos un resquicio de luz que nos libra de perdernos por el camino.
Hay veces en que, en esas reinterpretaciones, empezamos a mentirnos a nosotros mismos y acabamos mintiendo a los demás. No lo hacemos por afán de perjudicar a nadie, sino por simple necesidad de sobrevivir, porque ya no podemos soportar más el dolor o la angustia que nos supone arrastrar tanta carga emocional.
En nuestras relaciones con los demás, tendemos a juzgarles por sus apariencias, y demasiado a menudo, no mostramos ninguna piedad. Nos creemos con la potestad de decidir quién es "normal" y quién no lo es. Quién es una persona sensata y responsable y quién peca de frivolidad y libertinaje. Quién se merece nuestra confianza y quién nos enredará a la primera de cambio. Quién es apto para determinadas cosas y quién carece de cualidades para casi todo.
Nos equivocamos tanto... Pecamos de tanta superficialidad cuando intentamos acusar a los demás de superficiales...
En estadística se utiliza la denominada "campana de Gauss"para representar la curva de distribución normal de población. Si nos detenemos en examinarla, veremos que el espacio que abarcaría a los individuos cuyos parámetros estarían en torno a la media de la población se consideraría dentro de la normalidad, porque contendría un mayor número de población. Pero, que sean más frecuentes, no implica que se les pueda considerar mejores ni peores que los que aparecen representados en los extremos de la curva de distribución. Sencillamente, son diferentes.
Campana de Gauss- Imagen encontrada en Pixabay. La "normalidad" quedaría representada por la zona sombreada. Los individuos que se ubicarían en torno a la media de la distribución más o menos 1 desviación típica.
Quizá nos han educado en el convencimiento de que la diferencia siempre puede encerrar algún peligro oculto. En un mundo en el que, a aquellos que nos gobiernan, les encantaría que todos fuésemos pacientes copias del ciudadano callado, sumiso y sin sentido crítico alguno, las personas que osan alzar su propia voz e reinterpretar su propia realidad como mejor les plazca, son consideradas un peligro a la vista. Lo peor de todo es cuando ese miedo de los que gobiernan el mundo se contagia al resto de la población, concretamente a los que están representados en la parte central de esa curva de distribución normal.
Todo lo que se sale de la norma, es como si se saliera también de nuestra capacidad para interpretarlo y entenderlo, sin caer en juicios banales.
Estos días ha sido noticia un hombre iraní que ha muerto a los 94 años, al que sus vecinos insistieron en bañar después de llevar 70 años sin hacerlo. Sin duda, este hombre estaría representado en uno de los extremos más distales de esa distribución de la normalidad. Pero su realidad podría tener muchas lecturas que nos sorprenderían.
Si siempre nos han vendido la teoría de que una correcta higiene es fundamental para prevenir enfermedades, ¿cómo se explica que un hombre haya podido sobrevivir hasta los 94 años en un país subdesarrollado, acumulando capas de suciedad en su piel y en sus ropajes durante siete décadas?
Nos consideramos animales sociales que necesitamos el contacto con nuestros iguales para tener una existencia placentera y saludable. Si pensamos en las veces que nos hemos sentido molestos ante alguien que huele a sudor porque pueda llevar un par de días sin ducharse, ¿cómo nos sentiríamos si tuviésemos que convivir con alguien que lleva siete décadas sin tocar el agua?
El aspecto y el olor de este hombre debían mantenerle alejado muchos metros a la redonda de todas las personas de su entorno. Era un ermitaño que, además de no lavarse, tenía otras excentricidades, como fumar cinco cigarrillos a la vez o alimentarse de animales muertos que encontraba en la carretera.
A parte de huir del agua, también evitaba los alimentos frescos y lo hacía convencido de que, si desistía de su propósito, podría caer en la enfermedad.
Acertado o no, el caso es que su peculiar filosofía de vida le procuró una longevidad nada desdeñable, aunque alejado de todos, sin familia y sin llevar lo que se entiende por una "vida normal". El desenlace de su historia, paradójicamente, le ha acabado dando la razón, pues su muerte se ha producido, justamente, después de que le aseasen.
A veces criticamos la forma de vida de algunas de las personas que nos rodean, sin preguntarnos cuál puede ser su verdad, su particular reinterpretación de la realidad que creemos que no entienden. Sin darnos cuenta, caemos demasiado a la ligera en el egocentrismo, convencidos de que todo el mundo debería entenderlo todo como lo hacemos nosotros. No siempre somos capaces de ponernos en el lugar de los otros ni de preguntarnos por lo que han experimentado antes de llegar al punto en el que se encuentran ni en lo que están viendo y sintiendo ahora mismo.
Bastaría con que nos dignásemos a escuchar un poco más a las personas, en lugar de limitarnos a oírlas mientras pensamos en otra cosa.
Para que cada uno encuentre las propias fortalezas que le ayuden a lidiar con la realidad, primero ha de aprender a construir su propia verdad a partir de sus aciertos y de sus errores, de sus heridas y de sus momentos placenteros. Una verdad que sólo lo será para sí mismo, pero que le servirá como brújula para no perder el norte y mantenerse firme en sus convicciones.
Hay quienes encuentran esas fortalezas creyendo en uno o varios dioses. Otros las encuentran en la persona o personas de las que se enamoran, responsabilizándolas a ellas de su propia felicidad o desdicha.
El escritor alemán Hermann Hesse escribió en 1931 la obra Mi credo, un sencillo libro en el que nos muestra el camino para creer en nosotros mismos y hallar nuestra propia verdad.
Decía William James que lo importante no es que podamos demostrar que aquello en lo que creamos exista o no fuera de nosotros mismos, sino que aquello en lo que creamos nos sirva para sobrellevar los acontecimientos de nuestra vida y nos ayude a sentirnos a gusto con nuestra propia realidad.
Da igual cómo pensemos o cómo vivamos nuestras vidas si el camino elegido para recorrerlas a nosotros nos parece el correcto. No nacemos con un mapa debajo del brazo, por lo que todos tenemos que aprender a movernos por nuestra propia vida más tentando a la suerte que pisando fuerte. Es a base de tropiezos y caídas como aprendemos a sentirnos más seguros y a ir trazando rutas que nos puedan servir y borrando aquellas otras que nos han conducido hacia callejones sin salida.
Hermann Hesse también escribió que "la verdad se vive, no se enseña".
No hay personas normales ni anormales, sino personas que pueden sentirse libres de vivir como desean hacerlo y otras que parecen tan convencidas de que han de seguir el camino correcto, que se pasan la vida vigilando cuándo se salen de ese camino las demás y olvidándose ellas de darse permiso para vivir libremente el camino que, de verdad, les gustaría vivir.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749