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Norwich (pronúnciese nórich) es hoy una pequeña ciudad de provincias, de poco más de 140.000 habitantes, pero lo primero que le dirá al visitante cualquier guía de la localidad es que, hasta el siglo XVII, fue la segunda ciudad de Inglaterra, después de Londres. Su riqueza provenía, sobre todo, del negocio textil, que alimentaban las muchísimas ovejas de la región. Los guías también dirán que Norwich no es una ciudad romana, sino normanda, aunque asentada en una antigua encrucijada de calzadas romanas. La presencia de los normandos -los últimos conquistadores de Gran Bretaña, entre 1066 y finales del siglo XIII- se hace evidente en los grandes monumentos de la ciudad, singularmente en el castillo y la catedral, y no solo por su tamaño y reconocible estilo, que mezcla la austeridad y la pujanza, sino porque ambos fueron pensados para recordar a los anglosajones que habían sido conquistados. La catedral se levantó en lo que, a principios del siglo XII, era el cruce de carreteras más importante de la región, para significar que los normandos hacían con las vías de paso, o con cualquier cosa, lo que les daba la gana, y que a los britanos no les quedaba más remedio que acomodarse a sus decisiones. Hoy, las antiguas vías siguen cegadas por la majestuosa construcción, cuya torre es la segunda más alta de las iglesias de Inglaterra, después de la que preside la catedral de Salisbury, y las carreteras en que se convirtieron aquellas calzadas romanas siguen teniéndose que desviar de su curso natural. En cuanto al castillo, es un contundente mazacote en lo alto de la colina que domina la ciudad. Su excesiva solidez se explica por sus propósitos, no solo militares, sino de dominación. El castillo representa el imperio de los conquistadores y el sometimiento de los conquistados. Es también, en consecuencia, un símbolo, una señal de estatus, una operación de imagen. Los normandos aderezaron esta presencia imponente con algunos detalles que ratificaban su posición superior. Las letrinas, situadas en la fachada principal del castillo, evacuaban directamente a la calle, de forma que puede decirse, con un juego de palabras intraducible al español, que los normandos no solo seated on Norwich, sino que también shitted on her. Aún son apreciables, en la muralla de piedra, las manchas marronosas de aquella disposición diabólica. Los ingleses de hoy, superado el trauma escatológico que causó a sus antepasados, la recuerdan con ironía: en los retretes han colocado dos muñecos de cartón, de tamaño natural, que representan a dos que están descargando (y, mientras lo hacen, charlan), y cuya evacuación se acompaña de los ruiditos pertinentes: un burbujeo de aguas, vientos y pastosidades que uno imagina aterrizando, en efecto, en la calle. Norwich conserva su espíritu comercial -hay tiendas por todas partes, muchas hermosísimas- y un acendrado carácter eclesiástico, que me recuerda a nuestra Granada, llena de templos por todas partes: en la Edad Media se alzaban aquí 57 iglesias, de las que se conservan 32; de ahí proviene el dicho de que había una iglesia por cada semana del año, y un pub por cada día. Norwich es, de hecho, una de las pocas ciudades británicas que cuenta con dos catedrales: la normanda y la católica, San Juan Bautista, enorme también, pero mucho menos agraciada, y en la que, cuando la visitamos, se oficia una misa en polaco. Uno de los lugares más atractivos de la ciudad, que recuerda su esplendor medieval, es Elm Hill -"la colina del olmo", aunque ya no quede ningún olmo allí-, una calle milagrosamente conservada, con el empedrado y las construcciones tudor de la época. Y digo "milagrosamente" en sentido literal: a finales del siglo XIX, se salvó de la demolición por un solo voto: el de calidad de su alcalde. También la Royal Arcade, uno de esos pasajes decimonónicos en los que se concentraban las mejores tiendas de las ciudades, luce con vigor. De estilo art nouveau y azulejería italiana, conecta la plaza mayor con la colina del castillo, y uno se vuelve un poco niño al contemplar los escaparates llenos de pasteles de chocolate, o de réplicas del fusil Winchester en las tiendas de juguetes, o de joyas exquisitas. Se me hacen dulzonas y prescindibles las tonadas navideñas que ya suenan por todas partes, y que aquí, entre estas estrechas paredes, resuenan con fuerza, pero no puedo hacer nada por evitarlas: ha empezado la pesadilla de la Navidad y hay que apechugar con el tormento. La Arcade da, del lado de la ciudad, al Paseo de los Caballeros, el lugar donde los burgueses distinguidos paseaban, o más bien se pavoneaban. Este es justamente el lugar que Dickens describe en Los papeles póstumos del Club Pickwick como el de celebración de los mítines simultáneos de whigs y tories, que, metamorfoseados en reuniones de borrachos, acababan en memorables peleas campales. Al otro lado de la plaza se levanta el ayuntamiento moderno, de aire vagamente escandinavo, con dos leones de aspecto sánscrito a la entrada y unos ladrillos más largos de lo normal, para significar el poderío y la riqueza de la ciudad. Entre los personajes célebres nacidos o vinculados a Norwich, destacan tres: el médico, filósofo y alquimista Thomas Browne, del que hay una gran estatua sedente junto a la iglesia de Saint Peter Mancroft, flanqueada por un gigantesco cerebro y un no menor ojo humano, ambos de piedra; George Borrow, el viajero y autor del delicioso La Biblia en España, un relato de sus peripecias en la península ibérica, a mediados del siglo XIX, para difundir el conocimiento y la lectura de los Evangelios, gracias a las cuales llegó a ser tan famoso que por todas partes lo conocían como don Jorgito el Inglés; y el ineludible Horacio Nelson, que nació en un pueblo de los alrededores y estudió en la ciudad entre 1767 y 1768. El almirante tiene dedicadas varias estatuas en Norwich y el consabido homenaje en el interior del castillo, donde se destaca, no solo su victoria en Trafalgar, sino también su triunfo en el cabo de San Vicente, en 1797, donde desobedeció a su comandante, John Jervis, y se situó frente a los buques españoles, en lugar de en su retaguardia, lo cual forzó a Jervis a auxiliarlo y, a la postre, a decidir el enfrentamiento a su favor. Nelson siempre fue partidario de ir al bulto: si había que luchar, cuanto antes se luchase, mejor. Y le funcionó, aunque fuese contraviniendo las órdenes de sus superiores y recibiendo, a la postre, una bala francesa fatal.
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