Disfruto con interés la serie de tres capítulos Hijos del Tercer Reich, de Philipp Kadelbach, una producción alemana de 2013 sobre el eterno tema de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo, en este caso centrada en la frustrada campaña rusa. Es una serie bastante lograda con una historia de cinco amigos que viven trayectorias diferentes en el seno de la guerra: unas peripecias que agradan al espectador y que tratan de conmoverlo, intercaladas por escenas de guerra que tanto hemos visto en otras obras fílmicas. Más allá del interés histórico que tiene la serie, los posibles errores que los más eruditos se han encargado de analizar, resalto el componente emocional de los personajes: el soldado animado y nacionalizado que acaba comprendiendo que en la guerra “las únicas vencedoras son las moscas”, que se alimentan con la carne de los muertos; el soldado inmunizado al fervor belicista que sacrifica su vida; la enfermera que contempla el horror de los heridos del frente y de su amor imposible; la cantante que prospera bajo el aura de un alto mando nazi; y el judío: el que todo lo sufre, la víctima que acaba, de algún modo, redimida, y que consigue escapar tras sufrir el antisemitismo nazi y el antisemitismo partisano.
Como digo, además del interés histórico y del atractivo que tiene al ser una producción alemana, nos transporta al universo mental del ejército de la Wehrmacht. Nos permite apreciar la sensación de superioridad alemana, la convicción de que la “victoria final” vendría tarde o temprano, el desprecio hacia el soviético inferior y, sobre todo, la creencia absoluta en la figura providencial de un Führer que parece nunca equivocarse, de un líder carismático que se ha encargado de inculcar con gran maestría y durante años la idea del éxito y de la fe ciega en sus planes. El siguiente testimonio de Maria Mauth es ilustrador al respecto:
“Nos habían enseñado que los alemanes éramos los únicos seres humanos valiosos. Había un folletito titulado “Inventores alemanes, poetas alemanes, músicos alemanes”; no había nada más. Y nosotros nos lo sabíamos de pe a pa, estábamos plenamente convencidos de que éramos los mejores. Solíamos escuchar los noticiarios y nos sentíamos llenos de orgullo y conmovidos, y a menudo mucha gente derramaba lágrimas. Hay que imaginárselo –hoy en día no me lo explico–, pero era exactamente así… Hasta mi padre, que era un escéptico, utilizaba el pronombre “nosotros”; de repente empezó a decir “nosotros”, mientras que antes, cuando nos contaba historias de la guerra y demás, solía hablar en primera persona, pero de repente empezó a utilizar el pronombre “nosotros”. ¡”Nosotros” somos un pueblo extraordinario!”.
REES, Laurence. El oscuro carisma de Hitler. Crítica: Barcelona, pág. 192.