Revista Cultura y Ocio
Nosotros, tristes humanos... ("Una vida violenta", por Pier Paolo Pasolini)
Publicado el 14 septiembre 2011 por Santiagobull
Creo que una de las intuiciones más geniales de Pier Pasolo Pasolini (una que atravesará de lado a lado la totalidad de su producción artística, ya se trate de cine, narrativa o poesía) fue la de notar que el llamado "realismo", bien comprendido, no se podía reducir a una representación plana, "fotográfica", de la mera realidad. Para empezar, porque ese adjetivo, "mera", le va muy mal a la palabra que califica. No: para Pasolini, la realidad no era sino un escenario, por así decirlo, doble, en el que podíamos apreciar una doble representación que a las finales tejía un solo drama: en el mismo plano, el teatro de actores y el de sombras; la vigilia y la pesadilla; el deseo y la frustración; la calle y el infierno. No hablo de un universo dual, dividido en dos categorías que corren paralelas, sino de un solo entramado en el que ambas carreras son, en el fondo, la misma, por mucho que les duela aceptarlo. Esa impresión (que he tenido tantas veces, en contacto con la obra de este verdadero genio de nuestro tiempo) ha vuelto a mí en los últimos días, mientras daba fin a la lectura de una de sus novelas, titulada Una vida violenta. En ella, somos testigos de las correrías, tragedias, frustraciones y romances que atraviesan la vida de Tommaso, un muchacho de la Roma marginal, que ha pasado su vida entre las barriadas, persiguiendo sueños que no eran del todo los suyos, pero incapaz también de imaginar otros mayores. Provocaciones, asaltos, noches llenas de sudor y velocidad, desenfrenos, sentimentalismo... pero también algo más, una presencia oscura y continua que, pese a su invisibilidad, no deja de hacerse sentir a lo largo de cada una de las páginas del libro. ¿Qué es esa... presencia o cosa? ¿Es posible siquiera dar respuesta a esta pregunta? No lo sé con seguridad. En Pasolini, siempre, hay una puerta que se abre, en cada rincón, en cada esquina llena de mugre, basura y sangre, a un abismo en el que habitan los demonios. El Hambre, la Muerte, la Desesperación, son algunos de los nombres de las máscaras con las que se nos hacen presentes. Habita en los pasajes oscuros, en los charcos de lodo y grasa, en la mierda, en los temores, pero también en los deseos, en los afanes, en las sonrisas, de los personajes. Como una condena. O como una maldición, si quieren. Y, también (y este punto es necesario señalarlo), en cada uno de los olores que se desprenden de cada una de estas páginas, que parecen escritas tanto para el olfato como para la vista y la imaginación -virtud literaria que Pasolini supo manejar admirablemente, quizá mejor que ningún otro autor. Es muy difícil hablar con claridad de una novela tan íntimamente compleja como ésta. Digo íntimamente, porque no hay en ella giros narrativos inesperados o de alta vanguardia, ni su prosa ha sido entramada para confundir al lector. No: su complejidad reside en su alto valor poético, en la oscuridad que habita en ella en tanto que espejo, en los complejos entramados psicológicos que se encabalgan constantemente y que parecen tirar del hilo nefasto de la fatalidad desde la primera página hasta la última. Tampoco seré yo quien diga que es una novela extraordinaria, porque no lo es; su valor, su genialidad, reside más bien en su poesía, en su sordidez, en su profundo y descarnado retrato del ser humano de este lado de la carne, que es donde Pasolini ha encontrado al monstruo. Releo estos párrafos, y los encuentro bastante pobres: confusos, enredados, tal vez inútiles. Pero no me importa, al menos no esta vez: creo que, por lo menos, servirán como reflejo del profundo impacto que pueden llegar a producir las páginas de este libro, al que prefiero no llamar ni siquiera novela, pero que guarda, escondido a flor de piel, uno de los tesoros más ricos de la narrativa italiana del siglo pasado, y tal vez de toda su historia.