Revista Arte

Nuestros años '70

Por Deperez5
Da miedo recordar las manifestaciones entusiastas de los jóvenes argentinos que en los feroces años '70 celebraban con la cabeza incendiada el despertar de la lucha armada, preparándose para asesinar a los enemigos derechistas y para ser asesinados por la Triple A y por los grupos de tareas de la dictadura militar. Educados en el seno de familias que abrazaban el ideario de la izquierda, fueron alimentados por los poderosos canales del afecto con el credo marxista de la superioridad y la inevitabilidad del socialismo, cuya retórica proclama la solidaridad con los humildes y exalta los valores del idealismo y el desinterés material, generadores de una robusta identidad y de un marcado incremento de la autoestima, cualidades que al llegar la hora de la derrota y la desilusión se hace muy difícil resignar. Antes de ser víctimas o culpables, exaltados por el virus de las ideas y las hormonas juveniles, los jóvenes de aquel tiempo feroz se rindieron al irresistible atractivo de la revolución cubana, que barrió el continente con la fuerza de una incontenible tempestad. Ser joven y tropezar con la promesa de la gloria a la vuelta de la esquina es una combinación muy peligrosa, sobre todo cuando los intelectuales y periodistas más destacados de la época, estimulados por el soborno de los agasajos, los viajes y la fachada de prestigio revolucionario que recibían del castrismo, se dedicaban a promover la retórica homicida de la lucha armada. Recordemos que a principios de los ’60, cuando todavía resonaban los gritos de victoria y las consignas revolucionarias que saludaban el ingreso de las columnas guerrilleras a La Habana, los escritores Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Gelman, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Rodolfo Walsh y una larga lista de figuras prestigiosas se unieron a Jean Paul Sartre para exaltar la acción redentora y nada inocente de “la violencia de abajo”, prédica que contribuyó a inflamar los corazones juveniles y a desatar el reguero de terrorismo y dictaduras que incendió todo el continente. El culto de la violencia y la consiguiente exaltación de la valentía personal como cualidad imprescindible del verdadero revolucionario, en paralelo al idealizado paraíso socialista, fue el otro gran foco de fascinación que encandiló los corazones juveniles. Con la teoría de que un puñado de hombres decididos a hacer la revolución podían crear las condiciones favorables para concretarla, la dirigencia cubana revitalizó el mito de la hombría y estableció el culto del héroe como su principal base programática, sumando al ideal del paraíso igualitario el soborno de la gloria guerrera. Desde su punto de vista, los partidos comunistas tradicionales, envueltos en las redes de la burocracia y el reformismo, eran incapaces hacer la revolución porque sus militantes se comportaban como medrosos burócratas y no tenían los atributos de masculinidad que había que tener. “Este tipo de lucha –anotó el Che Guevara en su Diario de campaña– nos da la posibilidad de convertirnos en revolucionarios, el escalón más alto de la especie humana, pero también nos permite graduarnos de hombres”. Con la parafernalia de sus infaltables metralletas, las barbas y el uniforme verde olivo, la imagen de los comandantes cubanos afirmaba de la manera más rotunda y persuasiva que para hacer la revolución no era necesario inclinarse frente a los libros: bastaba con “tener las pelotas bien puestas” y estar dispuestos a tomar las armas para enfrentar al único responsable de la miseria, la desigualdad y el subdesarrollo imperantes en Centro y Sudamérica: el odiado imperialismo norteamericano. Desde los tempranos años ’60, bajo la cobertura del internacionalismo proletario, cuantiosas columnas de jóvenes procedentes de todos los países latinoamericanos y atraídos por el imán del prestigio guerrero comenzaron a desfilar por los campos de entrenamiento cubanos, donde fueron adiestrados en tácticas guerrilleras y en el uso de explosivos y armamentos, para luego volver a sus países de origen y vivir tan peligrosamente como lo habían deseado, organizando asesinatos, secuestros y atentados, sumergidos en la clandestinidad y embriagados por una sobredosis permanente de adrenalina. Boyando de casa en casa, con el peso del arma en la cintura y a mil leguas de distancia del aburrimiento y la chatura de la vida corriente, habitualmente oprimida por la rutina cotidiana y la sensación de que “nunca pasa nada”, los jóvenes de entonces saborearon la estela de admiración y los amores fugaces propiciados por la aureola del combatiente, sin sospechar la magnitud del infierno que estaban contribuyendo a preparar. La lección más dura de aquellos años de plomo es que el propósito de masacrar al enemigo nunca es gratuito, porque inevitablemente despierta un empeño simétrico de masacre y destrucción, disparando una espiral de violencia en la que sólo triunfa la muerte. Sin embargo, aunque podría parecer una anomalía, el imán de la gloria guerrera es un ingrediente infaltable en la historia de la Humanidad, que reaparece de tanto en tanto bajo enunciados tan engañosos y resbaladizos como Liberación, Patria, Revolución, Igualdad o Imperialismo, para extenderse como una peste emocional o una borrachera colectiva que anula la racionalidad, produce un bloqueo generalizado de la capacidad de análisis y arrastra las conciencias con la fuerza de un incontenible tsunami. En abril del ’82, cuando el plan de gobernar a perpetuidad urdido por la dictadura militar argentina empezaba a resquebrajarse, la delirante maniobra de ocupación de las islas Malvinas desató una repentina ola de fervor nacionalista y llenó las calles y plazas de patriotas, con el resultado de que una nueva generación de jóvenes argentinos fueron empujados al matadero por la engañosa ilusión de la gloria. El fenómeno es tan viejo como la historia humana: Stefan Zweig recuerda en sus memorias la delirante alegría de las muchedumbres que celebraron el comienzo de la primera guerra mundial en todas las capitales europeas, sin imaginar la inminente matanza que exterminaría a gran parte de la juventud de la época en las trincheras del Somme y de Verdún:
“A la mañana siguiente estaba en Austria. En todas las estaciones aparecían pegadas las proclamas que anunciaban la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién uniformados, ondeaban las banderas, retumbaba la música marcial, y en Viena hallé la ciudad entera sumergida en la embriaguez. El terror primitivo de la guerra, que nadie quería, ni los pueblos ni el gobierno, de esa guerra que se había deslizado entre las manos torpes de los diplomáticos, contra su voluntad, después que habían jugado y fanfarroneado con ella, se transformó de repente en entusiasmo. Se formaron manifestaciones en las calles; de pronto, en todas partes, flameaban banderas y se escuchaba música; los jóvenes reclutas marchaban triunfalmente, con los rostros iluminados, porque se les saludaba jubilosamente, a ellos, los pequeños hombres del diario vivir, a quienes antes nunca nadie había celebrado, y en quienes nadie había fijado su atención. (…) El insignificante empleado de correo, que habitualmente clasificaba cartas de la mañana a la noche, desde el lunes hasta el sábado, ininterrumpidamente, el escribiente, el zapatero, se veían de pronto frente a una posibilidad distinta, una posibilidad romántica en su vida: podían llegar a ser héroes, y las mujeres halagaban a cualquiera que vestía uniforme, y los que quedaban en la retaguardia lo saludaban respetuosamente con ese título romántico…”
Mientras eso pasaba en Austria, Louis Ferdinand Celine registró la situación simétrica vivida en París durante los mismos días, cuando el paso de un regimiento con su gallardo coronel y su banda de música al frente, saludado por las flores y los besos de las mujeres, impulsó a su personaje Bardamú a incorporarse como voluntario:
“La primera marcha resultó bastante larga. No acababan nunca las calles y los civiles con sus mujeres que lanzaban frases como para envalentonar a cualquiera, y que nos echaban flores desde los balcones, desde las estaciones y desde las iglesias atestadas. ¡Cuántos patriotas había en todas partes!... al principio. Luego empezamos a ver menos patriotas… caía la lluvia… Luego, menos patriotas todavía. Hasta que ya no se escuchó ninguna frase de estímulo ni se vio un solo patriota, ni uno solo, en el camino. ¿Entonces estábamos ya solos, nosotros, los que íbamos uno detrás de otro? Paró la música. Al fin de cuentas, me dije, pensando en la manera como avanzaban las cosas, esto se pone raro. Y lo mejor será rectificar. E iba a dar la media vuelta, cuando me di cuenta de que era demasiado tarde. Los civiles habían cerrado la puerta, suave pero rápidamente, detrás de nosotros. Y allí estábamos, metidos como las ratas”.
Más adelante, el alter ego de Celine sueña con la vuelta a Paris, donde lo recibirían las mieles de la gloria:
“Y volveríamos a casa… Para pasar otras veces quizás por la plaza Clichy en triunfo… Dos o tres sobrevivientes solamente… Los dos o tres que yo quisiera. Dos o tres muchachos amigos, bien plantados, detrás del general, mientras los demás estarían muertos como el coronel. (…) Nos cubrirían a fuerza de condecoraciones, de flores, pasaríamos por el Arco de Triunfo. ¡Entraríamos en el restaurante y nos servirían gratis, ya no pagaríamos nada nunca en la vida! ‘¡Oh, estos héroes maravillosos!’, dirían en vez de entregarnos la cuenta. ‘¡Defensores de la patria!’, y eso bastaría… Pagaríamos con banderines de Francia. La cajera se negaría a recibir dinero de los héroes, y hasta nos daría del suyo, besándonos tal vez cuando pasáramos frente a la caja. Entonces valdría la pena vivir”.
Los retratos de Zweig y Celine, delineados hace un siglo atrás, describen con elocuencia los sentimientos que suelen cautivar los corazones juveniles al conjuro de una gesta guerrera, y son una sugestiva demostración del tremendo estrago que pueden causar las ideas. Contra lo que enseña el reduccionismo marxista, el terrorismo de izquierda de los ’70, que se extendió desde el norte hasta el sur de Latinoamérica, y las siniestras dictaduras militares instaladas para aplastarlo, no se originaron en los pavores de la pobreza ni en la dinámica de la lucha de clases, sino en las ideas que capturaron el imaginario colectivo, ideas enraizadas en el mesianismo apocalíptico marxista y potenciadas por el castrismo, que como paso previo a la construcción del paraíso socialista se propuso el delirante objetivo de arrasar a los Estados Unidos y rediseñar la naturaleza humana. "Toda nuestra acción –escribió el Che Guevara– es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica”. Así fue como la leyenda romántica de la revolución y los sistemáticos cantos de sirena de la propaganda cubana incendiaron todas las cabezas y liberaron su poder destructivo al contactarse con la disponibilidad y las ilusiones de la juventud. La experiencia de aquellos días arteros y criminales encierra un pedido de indulgencia para las víctimas y un alerta dramático y crucial dirigido a los jóvenes de hoy: si otra vez se vuelven a escuchar las marchas militares, y los antiimperialistas o los patriotas vuelvan a juntarse para señalar airadamente al enemigo, les convendrá refrenar el entusiasmo, desconfiar de la gloria prometida y examinar con mucho cuidado las ideas que pretenden venderles; deben tener muy presente que los patriotas y los antiimperialistas los invitarán a marchar dócilmente al matadero mientras ellos se quedan en sus casas. Recuerden que si a ustedes les toca correr una suerte similar a la vivida por la alucinada “juventud maravillosa” de los ’70 o por los incautos soldados argentinos de Malvinas, a nadie se le ocurrirá tratarlos como héroes ni llenar a los sobrevivientes de condecoraciones; tampoco serán aclamados en la Plaza de Mayo ni les pagarán la cuenta del restaurante. Como a cualquier hijo de vecino, les exigirán hasta la última moneda y se desentenderán totalmente de ustedes. No esperen otra cosa.

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