Cuando en 1950 estalla la guerra que divide a Corea, un niño llamado Deok-Su tiene que despedirse de su padre y le promete que siempre protegerá a la familia en su lugar. Este es el punto de partida de “Oda a mi padre”, un emotivo film que han visto 14 millones de surcoreanos y que se estrenó en España el pasado 2 de octubre.
Dirigida por Youn Je-Kyun (Busan, Corea del Sur, 1969), esta película-río de dos horas nos cuenta la epopeya de Deok-Su durante 6 décadas: un “viaje a la esperanza” desde su convulsa infancia y juventud, hasta una serena madurez junto a su mujer, sus hijos y sus nietos. Y lo hace tocando con frecuencia la “fibra” del espectador –el melodrama es un género muy querido por el público oriental–, que contempla sobrecogido, emocionado o divertido, los avatares del protagonista.
Se comprende que “Oda a mi padre” haya tenido un éxito espectacular en su país, porque lo que narra forma parte de la historia reciente de Corea del Sur, de sus gentes, de sus dramas y de sus alegrías. Pero no es menos cierto que la cinta está salpicada de valores universales, fácilmente reconocibles por cualquier tipo de espectador: el valor del sacrificio, de la constancia, de la lealtad en los afectos, del perdón, de la compasión, de la generosidad…
El amplio presupuesto del film ha permitido una cuidada producción, que brilla tanto en las impresionantes escenas de masas, como en las bélicas, en las costumbristas o en las más íntimas. La interpretación, la música y la fotografía rayan también a gran altura, y contribuyen a dar a “Oda a mi padre” el empaque de película grande.
Ahora que los efectos especiales parecen inundar las salas de cine, es muy buena noticia encontrar en la cartelera un título en el que priman los “efectos emocionales”, que diría Garci. Unas emociones que –en el caso de “Oda a mi padre”‑ no sólo se experimentan sensiblemente sino que nos dejan con ganas de ser mejores personas.
Juan Jesús de Cozar