Tener unos guantes que se ajusten a mis dedos. Quitármelos tirando uno a uno de cada dedo en un gesto un gesto que considero muy elegante y que me hace sentirme en blanco y negro. Poder ponerme gorro porque sé que me sientan bien. Que mientras camino por el metro leyendo los paneles para no perderme como si fuera extranjera en mi propia ciudad suene en la lista aleatoria "En el coche" una canción que me haga sonreír. Ceder el asiento en el metro. Ponerme un pijama de pantalón y camisa con solapas y que el pantalón tenga bolsillos. Acertar con los zapatos. Firmar con un solo trazo en tinta verde. Pintarme los labios casi todos los días. Entrar en las tiendas abriendo y cerrando puertas. El olor a café recién hecho. Una tarta de manzana sin crema. Entrar en un restaurante y caminar hasta mi mesa. Los vestidos y faldas con bolsillos. Dar los buenos días. Descubrir que el pelo me queda perfecto al mirarme en un escaparate. Verme favorecida en el ascensor. Conducir por una carretera con la ventanilla bajada. Usar agenda. Que me digan «he perdido la cuenta de todas las veces que te he hecho caso y ha sido para bien»
Todas estas cosas son estupendas pero no pueden compararse con entrar, con muy poca fe, en una de esas tiendas de lencería que hay en todas partes y salir con los brazos en alto y con ganas de cantar porque he encontrado un sujetador perfecto. Un sujetador que sujeta y que no lleva foam. Un sujetador del que no me salgo ni se me salen. Un sujetador que no se desabrocha, que no tiene unos tirantes del grosor de una pernera de pantalón y que no me recuerda al que llevaba mi abuela de noventa años. Un sujetador que no desborda y con el que no parezco una tabernera alemana del siglo XVII. Un sujetador que no me ha costado media letra de la hipoteca. Un sujetador que parece pensado por alguien con tetas y no por una tabla de planchar con pezones. Un sujetador de ser feliz y de estar guapa.
Encontrar el sujetador perfecto, eso sí que me hace sentir bien.
Enterradme con él.