Revista Cultura y Ocio
Los hijos del Conde Olar heredaron la extraordinaria fuerza física, los ojos grises, el áspero cabello rojinegro y la humillante cortedad de piernas de su padre.
Sikrosio, el primogénito, tenía más rojo el pelo, también eran mayores su fuerza y corpulencia, su destreza con la espada y su osadía. Por contra, de entre todos ellos, resultó el peor jinete, precisamente por culpa de aquellas piernas cortas, gruesas y ligeramente zambas que algunos -bien que a su espalda- tildaban de patas. Si hubo algún incauto o malintencionado que se atrevió a insinuarlo en su presencia, no deseó, o no pudo, repetirlo jamás.
Desde temprana edad, Sikrosio dejó bien sentado que no se trataba de una criatura tímida, paciente, ni escrupulosa en el trato con sus semejantes. Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión. Pronunciaba estrictamente las palabras precisas para hacerse entender, y no solía escuchar, a no ser que se refiriesen a su persona o su caballo, lo que decían los otros. No detenía su pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres personales -no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes-. Era de natural alegre y ruidoso, y prodigaba con mucha más frecuencia la risa que la conversación. Sus carcajadas eran capaces de estremecer -según se decía- las entrañas de una roca, y aunque consideraba probable que un día u otro el diablo cargaría con su alma, tenía de ésta una idea tan vaga y sucinta -en lo profundo de su ser, desconfiaba de albergar semejante cosa- que poco o nada se preocupaba de ello. Amaba intensamente la vida -la suya, claro está- y procuraba sacarle todo el jugo y sustancia posibles. A su modo, lo conseguía. Pero un día, Sikrosio conoció el terror. El terror nació de un recuerdo y culminaba en una profecía. El recuerdo le asaltaba inesperado, cada vez con más frecuencia, y llegó a amargar parte de su vida. La profecía -que vino mucho más tarde- la destruyó definitivamente.
Y todo esto comenzó una mañana, apenas amanecida la primavera, junto al río Oser.
Sikrosio, el primogénito, tenía más rojo el pelo, también eran mayores su fuerza y corpulencia, su destreza con la espada y su osadía. Por contra, de entre todos ellos, resultó el peor jinete, precisamente por culpa de aquellas piernas cortas, gruesas y ligeramente zambas que algunos -bien que a su espalda- tildaban de patas. Si hubo algún incauto o malintencionado que se atrevió a insinuarlo en su presencia, no deseó, o no pudo, repetirlo jamás.
Desde temprana edad, Sikrosio dejó bien sentado que no se trataba de una criatura tímida, paciente, ni escrupulosa en el trato con sus semejantes. Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión. Pronunciaba estrictamente las palabras precisas para hacerse entender, y no solía escuchar, a no ser que se refiriesen a su persona o su caballo, lo que decían los otros. No detenía su pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres personales -no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes-. Era de natural alegre y ruidoso, y prodigaba con mucha más frecuencia la risa que la conversación. Sus carcajadas eran capaces de estremecer -según se decía- las entrañas de una roca, y aunque consideraba probable que un día u otro el diablo cargaría con su alma, tenía de ésta una idea tan vaga y sucinta -en lo profundo de su ser, desconfiaba de albergar semejante cosa- que poco o nada se preocupaba de ello. Amaba intensamente la vida -la suya, claro está- y procuraba sacarle todo el jugo y sustancia posibles. A su modo, lo conseguía. Pero un día, Sikrosio conoció el terror. El terror nació de un recuerdo y culminaba en una profecía. El recuerdo le asaltaba inesperado, cada vez con más frecuencia, y llegó a amargar parte de su vida. La profecía -que vino mucho más tarde- la destruyó definitivamente.
Y todo esto comenzó una mañana, apenas amanecida la primavera, junto al río Oser.