No me hacia ninguna gracia tener que pasar la Nochebuena obligatoriamente sola. El azar parecía habérseme puesto en contra con una nefasta conjunción de situaciones como estar de guardia el veinticinco de diciembre, la decisión de mi pareja de acompañar a su familia o, que este año, los niños tuvieran que pasar las fiestas con su padre, mi ex marido. Para colmo todos los amigos del lugar compartían la idea de que en una fiesta tan íntima y casera no podía estar presente alguien ajeno al clan; Concha fue una excepción pero su oferta: " Te vienes a casa, somos muchos y uno más siempre cabe" quedó quedó en el aire a última hora, a causa del veto de su hermana que no me conocía.
Al fin sola sin remedio y profundamente apenada. Con una pobre idea sobre la capacidad solidaria del ser humano y con la autoestima por los suelos, decidí ignorar la fecha y actuar como si estuviera griposa o con resaca: un vasito de leche, un buen libro y a pasar la noche en " el cine de las sábanas blancas"; no sin antes cerrar a cal y canto puertas y ventanas para no sentir el alegre bullicio jaranero de la calle.
Oscurecía en Gigia mientras que,
acurrucada en la cama entre almohadas y edredones, buscaba consuelo en mi vicio solitario favorito: leer con gula y delectación. Había elegido para tan funesta ocasión una novela especialmente querida, buscando recuperar en su compañía los buenos momentos pasados durante su proceso de creación, a siete manos y pico.
Mi consciencia empezaba a confundirse con mi subconsciencia, mi yo fantástico se paseaba por el cementerio de Edimburgo acompañando a Sophie y Deborah para dar el último adiós a Amy, cuando un brusco e inesperado sonido metálico me sacó del dulce tránsito vigilia/ sueño. Alguien pulsaba el timbre de la entrada con insistencia, casi con alevosía. Convencida de que se trataba de un error decidí no abrir, tapar mis oídos con la almohada e intentar recuperar la casi quebrada placidez. La incómoda molestia del insistente "ring" me obligó a levantarme, con la intención de soltar cuatro frescas y mandar a paseo al irritante allanador de moradas.
Anadeando, deslizando los pies descalzos por el suelo y con muy malas pulgas, llegué hasta la puerta. No se oía a nadie; al otro lado reinaba un espeso silencio que me hizo temblar de miedo -acaso un ladrón conocedor de mi soledad, quién sabe si un psicópata-y pensar en una desgracia. Vino a sacarme de mi desesperación la percepción de ciertos vapores olorosos a pesca y cebolla rancia que se colaban a través de la ranura. En un instante mis emociones dieron giro de ciento ochenta grados, mi gesto agrio se tornó alegre y abrí con la mejor de mis sonrisas intuyendo la maravillosa sorpresa que me aguardaba.
No podía ser pero allí estaban, tocando panderetas y muñendo zambombas. El agradable soniquete, unido al estampido de una botella de cava, acompañaba a unas voces mil veces imaginadas que con escasa armonía gritaban: " Feliz Nochebuena Ángeles, venimos a a acompañarte. Hemos oído tu llamada y no podíamos faltar". Con explícitas y nada disimuladas lagrimitas de emoción, me abalancé sobre la cojita Sophie destrozando las flores de Pascua que traía, abracé a la elegante dueña de los ojos esmeralda y a su paquete de turrones y estrujé al seductor Jack que me estrechó con una botella de espumoso en cada brazo. También a Sapo casi oculto tras una enorme cesta de Navidad, a Amy que había resucitado para venir a mi casa, a Carlos Escobedo a Walter y a todos los que mi memoria había evocado en la noche más amarga, mientras sentía oscurecer en mi alma.
Texto: Ángeles Hernández Encinas
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PS: Dedicado a las siete plumas que me ayudaron a comprender que la distancia es una barrera franqueable y que la línea divisoria entre sueños y realidad está sólo en nuestra capacidad recrearlos