Revista Viajes

Otra manera de contar el maoísmo (2)

Por Tiburciosamsa

Los primeros seis años que siguieron a la victoria fueron los más peligrosos para Mao. Su primacía no era contestada, pero vio cómo se formaban alianzas tales que corría el peligro de convertirse en una suerte de Reina Madre, muy venerada, pero reducida a un puro objeto de veneración. Liu Shaoqi controlaba el Partido hasta el punto de ser capaz de influir sobre la línea política. Zhou Enlai controlaba el gobierno, gracias a su inteligencia, su capacidad de trabajo y su habilidad para rodearse de colaboradores eficaces. Lo peor es que Zhou y Liu podían entenderse y realmente podían prescindir de Mao para gobernar el país. Mao pretenderá que está de acuerdo con la situación e incluso que es lo mejor dada su postración física. En la práctica promoverá a personajes secundarios, algunos de ellos exteriores a Zhongnanhai, para que minen las bases de poder de Zhou y de Liu. Por ejemplo, utilizará a Deng Xiaoping para que modere el peso de Zhou Enlai en el gobierno, a Xi Zhongxun para que le ayude a controlar más el aparato de propaganda y a Gao Gang para meterle mano a la economía.
En la ofensiva contra Zhou y Liu, Gao Gang jugará un papel clave. Resulta curioso lo olvidado que está en las historias posteriores del maoísmo. Gao Gang procedía del campesinado, como Mao. En las últimas etapas de la guerra civil logró convertirse en el gran patrón del noreste y allí hizo méritos aplicando al dedillo todas las directivas que llegaban desde Pekín. Mao encontró en Gao Gang al mamporrero perfecto y además en lo personal le resultaba muy atractivo. Gao había abandonado a su mujer (¡qué envidia!, debió de pensar Mao que nunca llegó a divorciarse de Jiang Qing) y presumía de sus innumerables amantes, que incluían a rusas blancas, a mestizas y a prostitutas. Era vanidoso, pero también franco y muy distinto de los pudibundos habitantes de Zhongnanhai. Conociendo a Mao, que Gao fuera un picha brava era un punto muy positivo a su favor.
Mao era un estratega muy fino. Utilizando un símil ajedrecístico, nunca iba directo a atacar al rey, sino que su objetivo era algún peón, que pareciera irrelevante, pero cuya ausencia a la larga debilitara al adversario. Mao utilizó a Gao para atacar a Bo Yibo, un lugarteniente de Liu Shaoqi que se ocupaba de temas fiscales y financieros. Sin embargo, pronto descubrió que Gao iba por libre y que estaba empezando a buscarse apoyos en el ejército. Parece que Gao, que no era demasiado brillante ni sutil, no había entendido que Mao veía en él a un simple mamporrero. Él se veía ya como el delfín de Mao. Mao, que ya había conseguido debilitar un tanto a Zhou y a Liu, no tuvo inconveniente en desembarazarse de él. Gao, incapaz de comprender cómo había podido caer en desgracia, se suicidó el 17 de agosto de 1954.
En todo caso, Mao había conseguido sus objetivos sólo a medias. Liu y Zhou, el partido y el gobierno, son fuerzas demasiado poderosas, que le frenan y le impiden ser lo que más desea en el mundo: un emperador, un nuevo Stalin. Para contrarrestarlas y emprender la colectivización rural salvaje que desea, emplea una estratagema que utilizará varias veces en el futuro: el recurso a los líderes provinciales para que le sirvan de arietes contra los muros rojos de Zhongnanhai. En 1955 promueve a una serie de cuadros provinciales, gente como Ke Qingshi, Zeng Xishen, Tao Zhu o Hua Guofeng para que le ayuden a quebrar la resistencia del Partido y del gobierno y sintiéndose lo suficientemente fuerte lanza el movimiento cooperativista.
Para la primavera de 1956 los defectos del movimiento se hicieron evidentes: dificultades financieras crecientes, disrupción de la economía, descontento popular… Liu y Zhou, Partido y gobierno, se alían para imponer a Mao un cambio de rumbo. La primera y última vez que ocurrirá durante el maoísmo.
Mao saldrá del impasse en el que se encuentra, recurriendo a toda su marrullería. Lo primero que entiende es que hay una división entre los líderes provinciales más radicales y Zhongnanhai, más atentos a las demandas urbanas y a la racionalidad. En febrero de 1957, Mao lanza su famoso eslogan: “Que se abran cien flores, que rivalicen cien escuelas”. Teóricamente se abría el espacio para expresarse. Se entendía que la mayor parte de las contradicciones eran “no antagonistas” y, por tanto, podían ser integradas por el sistema. Para que los ingenuos se confíen Mao dirá cosas tan bonitas como: “No hay que temer al gran viento ni a la tempestad, pues es por medio de los grandes vientos y las tempestades que el género humano se ha desarrollado.” Sí, el huracán concebido como factor de progreso.
Como era de esperar, las Cien Flores trajeron críticas al Partido de mayor y menor calado. Algunos miembros de la élite simpatizaron con los protestatarios. Mejor para Mao. Cuando en el verano decida que las Cien Flores han llegado demasiado lejos, les pillará con el pie cambiado. Mao ha descubierto que la élite de Zhongnanhai conserva tendencias derechistas. No son lo suficientemente radicales. Recuperada la iniciativa, Mao declara en otoño que la revolución no está terminada, que hay que relanzar la construcción del socialismo. Los dirigentes de provincias fueron los que mejor comprendieron el mensaje: había que perseguir a los derechistas que quedasen e impulsar la colectivización. El famoso y desastroso Gran Salto Adelante estaba en marcha.
Para coger impulso para el salto, lo siguiente que tuvo que hacer Mao fue debilitar a Zhou, responsabilizándole de los fracasos de 1956, al tiempo que le hacía la guerra burocrática, quitándole recursos y competencias. Zhou, que siempre fue un poco acojonado con Mao, se dejó hacer y aceptó perder influencia sobre el área económica.
Neutralizado Zhou, Mao tuvo que ocuparse de Liu Shaoqi, que era más correoso. En lugar de atacarle directamente, Mao la tomó con uno de sus lugartenientes, Yang Shangkun, y no fue él quien tomó la dirección del ataque, sino que encargó de esa tarea a dos exaltados, Qi Benyu y Lin Ke, que le hicieron el juego sucio, igual que Gao Gang cinco años antes. Es en estos momentos, además, cuando Mao descubre a sus perros de presa radicales, los que luego le serán muy útiles durante la Revolución Cultural: Kan Sheng, Wang Li, Chen Boda y la temible Jiang Qing. Con su ayuda minará el poder de Liu Shaoqi en el Partido en vísperas del Gran Salto Adelante.
El Gran Salto Adelante en puridad trataba de negar las leyes de la física y de la economía a base de puro voluntarismo. La idea base era: si soy muy socialista y multiplico por tropecientos las inversiones, lograré un crecimiento económico de la leche en menos de lo que se tarda en decir “Mao es un tío cojonudo”. Cuando los líderes niegan la realidad, las consecuencias suelen ser nefastas, pero para los demás. 36 millones de chinos tuvieron que morir antes de que Mao reconociera que se había equivocado un poquito.
Domenach se pregunta cómo un proceso cuyos errores y muertes se advirtieron desde muy pronto pudo ser llevado adelante a pesar de todo. La explicación que da es: “…el nacionalismo y el utopismo de Mao y sus colegas, la falta de formación económica de millones de cuadros del PCCh, la mezcla de pasividad y anarquía de la población y finalmente el papel de los conflictos de facciones en el Centro y en las provincias.(…) Mao quiere lanzar el Gran Salto Adelante para huir de la sociedad- que considera asfixiante- que forman sus colegas en los Muros Rojos y sin embargo les necesita para conducirlo. Incapaces de unirse para impedir que ponga en marcha una política que no aprueban completamente, no pueden hacer otra cosa que no sea aplicarla, confiando en vaciarla progresivamente de contenido.” Esto último, unido a la lógica de un régimen totalitario autocrático, explica cómo a pesar de haber sido responsable del mayor desastre que China había conocido desde la II Guerra Mundial, Mao saliera incólume y con sus poderes intactos.
Aunque el Gran Salto Adelante comportó una pérdida de confianza en Mao, Mao supo reducir sus efectos aislándose y pasando a segundo plano. Hipócritamente se esforzará porque los errores del Gran Salto Adelante sean errores compartidos por toda la élite, como si él no hubiese sido el gran impulsor del desastre.

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