Revista Expatriados

Otra manera de contar el maoísmo (3)

Por Tiburciosamsa


Para 1962, Mao ya había visto que sobreviviría al desastre que había provocado y ya estaba pensando en maneras de recuperar la iniciativa política. Es entonces que lanza el movimiento por la educación socialista, que es un preludio de la Revolución Cultural. La campaña, lanzada de manera confusa y con las ideas poco claras, para rectificar las prácticas de las unidades de base pronto se convirtió en un galimatías verboso y ritualista, vamos, en el fiel reflejo de lo que en el fondo era el maoísmo.
En el fondo la campaña le ayuda para reforzar su posición y debilitar a Zhongnanhai. Cada vez más aislado en la sociedad de los Muros Rojos, Mao forma un clan de radicales que le son completamente fieles: Jiang Qing, que con su ambición y su mala baba cuenta por cinco, el intelectual Kang Sheng, el ambicioso Ministro de la Seguridad Xie Fuzhi y el jefe militar Lin Biao. A este núcleo se suman una base local, Shanghai, y un buen número de plumíferos e intelectualoides de toda laya. Poco a poco va tomando pequeñas medidas que van minando a sus rivales: les priva de algunos de sus asistentes y en el otoño de 1965 purga a Yang Shangkun. Domenach interpreta que Zhou y Liu no defendieran a un hombre que, sin embargo, les era vital, como un exceso de confianza por parte de éstos. Pensaron que en todo caso podrían frenar a Mao como en 1954. Su interpretación no me convence. Pienso que influyó ese elemento que ha pesado tanto en la Historia: los huevos. No hubo huevos para enfrentarse a Mao y defender a Yang Shangkun. Creyeron que de esa manera retrasarían el conflicto o hasta lo evitarían.
Para comienzos de 1966 Mao se siente ya lo suficientemente fuerte como para lanzar su ofensiva en toda regla. En abril de ese año purgó a Peng Zhen, miembro del Politburó y encargado de asuntos culturales, al Ministro de Cultura Lu Dingyi, y al General Luo Ruiqing, que había sido hasta diciembre jefe del Estado Mayor. En mayo se adopta la famosa “Circular del 16 de mayo” que legitima la lucha contra “los representantes de la burguesía que se han infiltrado en el Partido, el Ejército, el gobierno y diversos círculos militantes” y que en realidad son “un atajo de revisionistas contrarrevolucionarios”. Lin Biao con el pretexto de que podría haber un golpe de estado anuncia que toma el control militar de Pekín y de las principales administraciones. Finalmente, a finales de mes, el secretario de Mao, el incorruptible Tian Jiaying, se siente entre la espada y la pared y se termina suicidando. Con él desaparece un testigo molesto, un recordatorio de cuando eran idealistas y creían en el comunismo, no en el poder.
Domenach se pregunta por el papel que jugó la ideología en el lanzamiento de la Revolución Cultural. La mayor parte de los autores la ve en términos de lucha por el poder pura y dura. Uno de los pocos autores que otorga más peso a las consideraciones ideológicas es Alain Roux quien, sin ignorar el cinismo de Mao, le atribuye “un gran designio de formar hombres nuevos para que China sea, como antaño, grande y próspera” (aquí Roux consigue que Mao casi hable como José Antonio Primo de Rivera) y afirma que su pensamiento tiene los siguientes componentes: la omnipotencia de la masa, el nacionalismo, el socialismo y el papel de la violencia.
Domenach admite que Mao fue elaborando desde finales de los 30 un cierto cuerpo doctrinal, que incluiría los elementos apuntados por Roux. Sin embargo, los factores ideológicos habrían pesado poco en el lanzamiento de la Revolución Cultural. Para Domenach, “el pensamiento de Mao apunta primero a dirigir la acción que el dictador despliega permanentemente para proteger su poder, recuperarlo o convertirlo en definitivo.” Mao lee mucho, pero lee informes burocráticos. Su formación ideológica y filosófica es más el resultado de haber picoteado de aquí y de allá. Lo lamento por todos aquéllos que se han creído la bola del pensamiento maoísta: cuatro chorraditas hilvanadas con apresuramiento para defender lo único que le importaba, el poder.
Domenach añade otra motivación a la Revolución Cultural, una motivación que de alguna manera es el hilo conductor que ha escogido para narrar la historia del maoísmo: el odio de Mao hacia la casta de los Muros Rojos:
La soledad creciente del personaje es pues un factor de explicación esencial de su gusto enfermizo y su obsesión por el complot al mismo nivel que las innovaciones supuestamente “ideológicas”. Ese factor de alguna manera se vio multiplicado por el hecho de que los conjurados que reunió eran también grandes solitarios cuyo equilibrio personal era poco firme: Lin Biao, al que el dolor había vuelto cocainómano (el libro dice cocainómano, pero estoy convencido de que es una errata y que quería decir opiómano), Kan Sheng, el maniaco de la purga, y Jiang Qing, actriz fracasada, después esposa abandonada, en busca del papel de su vida…
Esos cuatro personajes tenían en común el odio por el lugar en el que vivían, los Muros Rojos, y el brío de sus principales personajes-  es decir, por la virtud, Liu Shaoqi, por el talento mandarinal, Zhou Enlai, por la alegría de vivir, Zhu De, y por la organización, Yang Shangkun. Ahí hay otro factor generalmente descuidado del comportamiento de Mao, de sus escapadas al estupro y sus continuas partidas: detestaba la sociedad de sus colegas, detestaba su orden hipócrita, sus santas esposas y su chiquillería afectuosa. Su miedo a la traición estuvo en buena medida inspirado y sostenido por su odio contra la élite de la que era el jefe, pero de la que no conseguía formar parte. Este odio fue tan influyente como las consideraciones de orden político o ideológico. Es probablemente la principal explicación de la violencia del asalto destructor.”
Así pues, la Revolución Cultural se puede presentar como un experimento de cirugía social que buscaba destruir la casta de los Muros Rojos e instaurar en el país una suerte de revolución permanente.
Las tres patas de las que Mao se sirvió para poner en marcha la Revolución fueron Lin Biao, que le garantizó la lealtad de las FFAA, Kang Sheng, que le aseguró la cooperación del aparato de seguridad, y Jiang Qing, que puso al servicio de la Revolución su mala baba y su habilidad para la agitación y la propaganda. Con gran habilidad, Mao nunca les puso al corriente de sus planes, sino que les fue revelando su estrategia paso a paso. Nunca dejó que supieran más de lo que necesitaran saber para poner en práctica sus planes y tampoco permitió que se coordinaran más allá de lo imprescindible. Él será el único que posea todos los datos de lo que está ocurriendo.
Al final de la primavera de 1966, tras las purgas de abril y mayo, se deshace de Liu Shaoqi y de Deng Xiaoping y se asegura de que el acojonado de Zhou, cuya capacidad de trabajo siempre apreció Mao, acepte su papel de mandado. Necesita de sus talentos para llevar a cabo sus planes, pero no quiere que tenga ningún poder ni capacidad de iniciativa. Zhou acepta convertirse en su perrito faldero y hace que años después Deng comente: “Sin él, la Revolución Cultural habría sido peor. Sin él, habría durado menos.” En la medida de lo posible, Zhou procuró proteger a algunos de los miembros de la élite y suavizar algunas de las medidas. Pero, por otra parte, sin su intervención organizadora que puso algo de racionalidad y método, la locura de la Revolución se habría venido abajo por falta de solidez mucho antes.
La Revolución Cultural es lanzada oficialmente en la reunión del Comité Central que se celebró del 1 al 12 de agosto. Mao anuncia con placer que comienza “una gran revolución cultural proletaria”. Me imagino a Mao corriéndose de placer mientras lo proclamaba: ahí estaba Mao el gran líder, el gran director de escena, representando el papel de su vida y a las víctimas que hubiera, que les dieran. Tiene que ser maravilloso ser tan narcisista que hagas lo primero que te salga del nabo sin preocuparte de los sufrimientos que puedas causar. Entre los aplausos y adulaciones que acariciaron los oídos de Mao en aquellas jornadas, ninguno tan abyecto como el de Lin Biao: “Hay que aplicar las directivas del Presidente Mao incluso cuando no se las entiende.”
La primera fase de la Revolución estuvo marcada por el eslogan: “No hay fundación sin destrucción”. Es decir, un llamamiento irresponsable a la anarquía. Las masas se entregaron a la destrucción con entusiasmo, sin darse cuenta que de lo que iba el juego era de que Mao estaba ajustando las cuentas con sus colegas de los Muros rojos.
Ajustar las cuentas con los “elementos derechistas” de la élite fue relativamente fácil. Cuando ese proceso hubo terminado, Mao empezó a darse cuenta de que había jugado al aprendiz de brujo. Había sacado de la botella un genio que no estaba claro cómo podría controlar. Para 1967 se dio cuenta de que ya estaba bien de desorden, que ahora había que reconducir la situación. La revolución había empezado a írsele de las manos. Lo peor es que otros también lo estaban viendo, sobre todo los generales.
A partir del otoño de 1967 Mao da la señal de que ha llegado el momento de volver a imponer el orden. La persona encargada de la tarea será Lin Biao, que pedirá un precio; el reforzamiento de sus poderes en el Ejército. Mao acepta, porque es la única persona que puede restablecer el orden, pero empieza a recelar. Mao se ha cargado a tantos líderes que no tiene a nadie de su entorno que pueda hacer de contrapeso a Lin Biao. Además, el peso de los años va haciéndose sentir. Ya no tiene las mismas energías de antaño.

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