Van terminando las clases de Pervivencia de la literatura latina, y recorremos estos días las lecturas del poeta Ovidio entre los modernos. Joyce, Pérez de Ayala y Alberti recuerdan su paso por colegios jesuíticos, y curiosamente los tres tienen en común la presencia más o menos velada del poeta Ovidio. Versos aprendidos de memoria, años de formación que quedaron para siempre en sus conciencias. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Ramón Pérez de Ayala traza en su novela autobiográfica A.M.D.G., publicada en 1910, un terrible retrato de la enseñanza de los jesuitas. Aunque en este caso aparece un profesor circunstancial de lengua latina, el peculiar uso del latín en los títulos de cada capítulo, así como la sorprendente contextualización de un texto de Ovidio que veremos al final del pasaje citado:
"El padre Mur perseguía la oportunidad de satisfacer su venganza en Bertuco, el cual en cierta ocasión, había repelido coléricamente las asiduidades cariciosas y pegajosas del jesuita.
(...) Entre las muchas artimañas y máculas ladinas con que Mur cazaba a los enredadores, una de ellas consistía en volverles la espalda, con lo cual ellos, juzgándose libres por el momento, verificaban sin disimulo su travesura; mas, siendo luenga la nariz de Mur, y descansando las gafas en lo más avanzado del apéndice nasal, bastábale subir, como al desgaire, la mano hasta el rostro, poniéndola detrás de los vidrios para tener un espejo en donde se retrataba todo lo que detrás de él acontecía. (...) Mur, en aquel punto, hacía espejo de sus gafas; pero no supo interpretar los movimientos del niño en derecho sentido, sino que dio por averiguado que le hacía burla y muecas de odio con todo desembarazo y desvergüenza. (...)
-¡Lame la tierra! -rugió Mur, con voz estrangulada de ira y torpe fruición.
El paso continuo de centenares de pies había desgastado el ladrillo, formando un polvo terroso y sucio. De otra parte, las fauces de Bertuco estaban resecas. Así que por las tres veces que puso la lengua sobre el suelo convirtiósele en un objeto extraño y asqueroso, como petrificado, que le ocasionaba fuertes torturas y le impedía hablar.
-¡No puedo más...! -articuló con esfuerzo.
Mur le puso el tosco zapato sobre la nuca. El niño, en una convulsión, quedóse rígido, yacente, bañado el rostro en sangre.
-Marchaos ahora mismo de aquí. Y como digáis algo a alguien os hago lo mismo a vosotros.
Los niños huyeron, aterrorizados. Y en estando a solas, el jesuita arrastró el cuerpo de Bertuco hasta un grifo que hay contiguo a los lugares excusados, y chapuzándole la cabeza le devolvió el sentido.
-Lávate bien esas narices. Cuidado con que nadie entienda nada de esto, porque te arranco el alma negra que tienes, canalla. Hoy no te confiesas, porque eres un sacrílego, ni cenas. Te pondrás en el centro del refectorio, en donde todos vean tu cara maldita de criminal, y no probarás bocado hasta que me repitas de memoria la elegía triste de Ovidio. Por la noche, no cerrarás la puerta de la camarilla; te pones de rodillas en el umbral hasta que yo vaya. ¡Ea! Ya estás listo. Al estudio.
A la hora de la cena, convergiendo a él las miradas de todos los alumnos que le aborchornaban, procuró desentenderse de todo y aprender cuanto antes la elegía. Su cabeza estaba débil y dolorida; las mallas de la memoria, tan sueltas que dejaban escapar los versos a ella confiados. Al final de la cena sabía tan sólo una pequeña parte:
Cum subit illius tristissima noctis imago,
qua mihi supremum tempus in urbe fuit,
cum repeto noctem, qua tot mihi cara reliqui,
labitur ex oculis nunc quoque gutta meis
Nada más." (Ramón Pérez de Ayala, A.M.D.G. La vida en los colegios de jesuitas. Edición de Andrés Amorós, Madrid, Cátedra, 1995 quinta edición, pp.335-338)
Este testimonio aparece dominado por la amargura. Estamos ante un profesor ficticio, aunque de profundo transfondo real, de carácter religioso, en concreto un jesuita, dotado de “luenga nariz” (Quevedo) y gran cólera, a quien el autor se refiere bien como "el padre Mur" o simplemente "Mur". Está claro, al igual que veíamos en el retrato que hacía Unamuno de su profesor, que las convenciones del retrato del licenciado Cabra siguen realmente vivas, mezclándose con lo meramente autobiográfico. La impresión general es de rabia y profunda pena , como nos muestra la violencia extraordinaria del pasaje, así como el posterior encierro del muchacho; esta impresión adquiere unos acusados tintes dramáticos. Las alusiones al sistema educativo y a la pedagogía de los jesuitas están expuestas a lo largo de toda la novela, en especial en el capítulo titulado "Pedagogía del padre Mur". En el texto en cuestión que estamos comentando se puede ver de pasada el recurso al estudio memorístico utilizado como castigo.
Por último, en lo que a la referencia a los autores latinos respecta, resulta sorprendente la colocación de un emotivo pasaje ovidiano, citado precisamente en latín ("Cuando acude a mi recuerdo la imagen tristísima de aquella noche / en que pasé los momentos finales en la ciudad, / cuando vuelvo a recordar aquella noche en la que tantas cosas queridas tuve que dejar, / aún ahora una lágrima se desliza de mis ojos"), y que pone un contrapunto lírico a una escena repleta de dolor y violencia. Ciertamente, al igual que Ovidio recuerda su última noche en Roma, antes de partir al exilio, ésta será también la última noche de Bertuco en el colegio de los jesuitas. FRANCISCO GARCÍA JURADO