A los pocos minutos de la partida del patrón, el aprendiz interrumpió la tarea de pasar el plumero por las latas de comestibles y las botellas de vino y de licor (su ocupación habitual cuando no tenía que atender o almacenar alguna partida) porque un ruido amortiguado le atrajo desde la trastienda. Encendió la luz amarillenta y examinó la reducida estancia. “Seguro que es un ratón”. A Pablo le gustaban toda clase de animales, siéndole imposible dejar pasar un perro por delante de su tienda sin salir corriendo a acariciarlo, o terminarse su bocadillo del almuerzo sin compartir las migas con los pájaros que revoloteaban por el patio trasero. Pese al respeto reverencial que sentía por don Mateo, su actividad cazadora hacía que naciera en su interior algo parecido a la censura, tanto era su amor por los animales. El ratón, en efecto, estaba practicando un orificio en un rincón de la trastienda y muy pronto, sin mostrar ningún signo de preocupación, se presentó a la vista de Pablo. “Parece un ratón muy listo”, pensó el muchacho, examinando la expresión avispada del roedor. “Seguro que podría amaestrarlo”. El ratón, que parecía mostrarse enteramente de acuerdo, no exteriorizaba la menor intención de huir, por lo que a Pablo le resultó muy sencillo capturarlo en una cajita de cartón. Entonces sonó la campanilla de la entrada de “El velero”. Pablo salió precipitadamente a atender al cliente. Era Juanita, la chica a la que amaba en silencio.Juanita era una niña unos meses mayor que Pablo, tan delgada como él, morena y de ojos verdes, de corazón apasionado, llena de recursos y seriamente encaprichada con el chico huérfano, al que trataba con artificial condescendencia.-No puedo creerlo, pequeño, ¿te han dejado solo en la tienda?-Pues sí, Juanita. Don Mateo confía en mí. ¿En qué puedo servirte?-Bueno, quería nata montada, si es fresca.-Se ha acabado, Juanita. La nata fresca, a estas horas, o se ha acabado o no está fresca –añadió el muchacho, algo decepcionado por no poder complacer a su amiga.-Bueno, pues me voy, es una lástima… Me apetecía mucho la nata –dijo girando la cabeza para dar vuelo a su melena al tiempo de irse, como subrayando la gravedad de la falta de Pablo.-Espera, Juanita. Tengo algo que quiero enseñarte –exclamó el chico, con cierta ansiedad en la voz.La chica sonrió torciendo la boca con un mohín que ella sabía muy atractivo. Puso los brazos en jarras para contestar, desde la puerta:-Seguro que es una tontería. ¿De qué se trata?-Lo tengo ahí, en la trastienda. ¿Entras conmigo?Juanita sonrió con malicia, interpretando como un desafío la propuesta de Pablo.-¿Entrar contigo en la trastienda? ¿Los dos solos? ¿No te da miedo?Pablo pensó que Juanita se estaba burlando de él, pero no era capaz de entender por qué, tal era su inocencia.-Vamos, entra conmigo. Verás que curioso…La caja de cartón que había contenido apenas unos minutos antes al ratón de expresión vivaracha estaba ahora vacía y tenía un agujero que antes no tenía. Pablo supo disimular a duras penas.-Ahora te enseño lo que te había dicho, Juanita, es que esta caja no la encontraba y la he recogido porque don Mateo la estaba buscando.-¿Y para qué quiere una caja vacía con un agujero?-Don Mateo es muy maniático –inventó Pablo-. Su casa está llena de cosas inútiles, cachivaches de todas clases que sólo él sabe para qué las quiere. Yo creo que no se ha casado por eso.-Ya, ya… -replicó Juanita con sorna.El caso es que Pablo tenía que mostrar algo sorprendente a Juanita sin perder un minuto y al alcance de su vista sólo encontraba cajas de legumbres, aceites, sacos de arroz, de patatas, paquetes de galletas y vulgaridades semejantes. Y entonces recordó los grandes sacos que se almacenaban en un armario empotrado en el fondo de la trastienda.-Esto te sorprenderá, Juanita. Nadie lo ha visto nunca –anunció Pablo abriendo la puerta del armario empotrado. En el interior, ocupando toda la superficie del suelo, reposaban cuatro sacos llenos de cabello humano. La peluquería de al lado de la tienda los recogía a diario y don Mateo se encargaba de separar los cabellos por colores y se los vendía a un fabricante de peluquines.-¿Qué es esa asquerosidad, Pablo? –preguntó sin disimular su espanto la muchacha.- ¡Menuda porquería!-Son cabellos de ahorcados. Tienen propiedades mágicas… ¿No lo sabías?-No digas tonterías. ¡En este pueblo no ahorcan a nadie!-¡Pero es que estos pelos vienen de todo el mundo, Juanita: de Constantinopla, de Singapur, de Pernambuco, de Sebastopol, de Nairobi, de Cincinatti…! –explicó Pablo con vehemencia-. Don Mateo los recopila y los vende a precio de oro a millonarios de todo el mundo que los utilizan para curarse de sus males. Son medicinales.-¿Y qué se supone que hacen con ellos? ¿Una sopa? No te creo ni una palabra. Me estás enfadando con esas bobadas, Pablo –Sin embargo, la chica no parecía enfadada, sino divertida.-Lo siento, Juanita. Tienes razón –admitió enseguida el muchacho-. En realidad, quería enseñarte un ratón, pero escapó.-¿Un ratón? –chilló Juanita horrorizada- . Debes estar loco. Odio los ratones –proclamó la chica con semblante terminante-. Me voy, ya me has hecho perder bastante el tiempo.-Espera, no te vayas enfadada… -suplicó Pablo, de veras apenado.Entonces, Juanita, con esa generosidad que da la superioridad femenina, deslizó una mano por las mejillas de Pablo, y le apartó un mechón de pelo de la frente. Después, sin pronunciar palabra, le besó superficialmente en los labios. Pablo, que empleó un instante en recobrarse de la sorpresa, devolvió el beso con los ojos cerrados. En apenas unos segundos, transcurrieron en aquella angosta trastienda veinticinco emocionantes minutos. Al cabo de los cuales, Pablo se hallaba en lo alto del séptimo cielo y Juanita, observándole desde arriba, magnánima. Con la inmediatez con la que estalla un globo al ser pinchado por un alfiler, Pablo cayó en la tierra:-¡La vidriera!
Más aterrado por la posibilidad de incurrir en el desagradado de don Mateo, de defraudar su confianza, que por el miedo a un castigo, Pablo se encontró súbitamente transportado del más sublime goce a la más árida amargura.-¡Es horrible! ¡Tenía que haber limpiado la vidriera! ¡Don Mateo me matará! Era muy importante que lo hiciera y lo he olvidado completamente.Juanita hizo caso omiso del sentimiento ofensivo que en el fondo le provocaba la desesperación de su pretendiente, que tan pronto había olvidado los placeres que le había procurado para concentrar su atención en cuestiones tan prosaicas como la limpieza de un escaparate y cedió al impulso de piedad que le inspiraba sinceramente la expresión angustiada del muchacho.-No te preocupes. Yo te ayudaré y terminaremos antes de que llegue. Pasaremos un trapo y listos.-¡Ya viene don Mateo!-gritó Pablo, mirando calle abajo, por el escaparate opuesto al que debía limpiar.-Te he dicho que te ayudaré, Pablo, no te preocupes. Yo siempre cuidaré de ti –añadió Juanita con determinación.La muchacha salió de la tienda avanzando con zancadas firmes, tomó un adoquín suelto del suelo y, desde el otro lado de la calle, lo lanzó contra la vidriera que daba nombre al colmado “El velero”.Juanita y Pablo, por supuesto, terminaron casándose y vivieron felices juntos toda su vida.
