Padilla en Pamplona con Miuras, en una de sus victorias sobre la vieja de la guadaña
Padilla es la sonrisa del hombre que vive acampado al filo de la navaja. Legionario romano al paso marcial de los jaleos de Jerez. Un tipo sin fisuras, hecho de una sola pieza que no deja indiferente a nadie. Misterio pendenciero de un hombre pegado a unas patillas, que diría Quevedo. Un héroe con espiritu de boy scout capaz de matar la camada cinqueña de Miura con su navaja suiza. Un ciclón que, como buena tormenta tropical, deja huella imborrable a su paso: a veces desertiza, otras arrasa. Maestro que se equivocó de época al nacer, por hacerlo un siglo tarde perdió un reino al sur de Despeñaperros, aunque en el norte ganó trato de Lehendakari. Ahora, al tatuaje de torero que le hizo un tatuador de Zahariche en Pamplona, le va a sumar otro parche en el ojo, distintivo de jerarquía como pirata de los mares, su otra gran pasión.
El bueno de Juan José, al que nunca aguanté como torero, ha vuelto a esquivar la parca. Parece Caronte, el barquero que por un óbolo cruzaba de orilla a las almas errantes, de la costa caribeña de la vida al fondeadero de la muerte, y al que unos pintaban como demonio alado y otros como un viejo desaliñado con ropajes extraños. Quizás Padilla tengo algo de eso, de picardía de diablo y del saber de viejo estrafalario, por cojones curado de espanto. Tal vez la explicación a sus aventurados viajes reside ahí: en la chulería de ver como en cada uno de ellos coloca la guadaña al cuello de la afición del más pintao. En sentirse dueño de dos mundos. En ponerselos por montera.
Fuerza, Padilla.