(entrevista de Alberto Ojeda y Esteban Palazuelos publicada originalmente en El Español el 6 de junio de 2022)
Son las 11.30 de la mañana de un día cualquiera en la veraniega primavera madrileña. Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) toma asiento en su estudio, situado en el Madrid de los Austrias. Goyas, Conchas del Festival de San Sebastián y otros galardones lo adornan. En las mesas y los armarios se apilan guiones por doquier, ya amarillentos muchos de ellos. Sobre los distintos estratos que componen tan valioso legado aflora en la superficie el de Doble dos, que escribió a cuatro manos con Sam Peckinpah. Dice que acaba de vender sus derechos y que la posibilidad de que finalmente se ruede es sólida. No por él, lamenta a medias Suárez, que, por su parte, anda sincronizando voluntades para levantar otra película.
El artífice de Remando al viento se remueve en su silla de despacho. Algo no le termina de cuadrar en ese instante previo a recibir la batería de preguntas. “¿Tú no quieres un vino?”. Tras un intercambio de pareceres entre periodista y entrevistado sobre si es demasiado temprano o no para iniciar la ingesta etílica, se alcanza un razonable acuerdo: ir a comprar una botella de tinto a alguna taberna cercana y tenerla a mano para cuando la entrevista cobre temperatura. Con carácter previo a ese momento, se beberá agua, aunque algo así ofenda al espíritu de Peckinpah, su tormentoso y dipsómano cómplice.
Jalonada por los mensajes de audio de Charo López (Suárez pide permiso para escucharlos), una llamada de su hija Sylvia para preguntarle si le quita La Liga del paquete televisivo (contesta que sí pero que mantenga el tenis) y la visita espontánea de otro viejo amigo, Adolfo García Ortega, La Conversación discurrirá por una divertida y sana senda antirrealista. ¿O surrealista? La verdad es que no es fácil ‘marcar’ a Gonzalo Suárez.
Pregunta. Se va acercando a los 90…
Respuesta. Bueno, son los 90 los que se acercan a mí, yo no tengo ninguna prisa.
P. ¿Y qué tal se encuentra?
R. Bien, en forma. En realidad, solo tengo 87, que han sido duros de pelar. Luego todo irá a peor, supongo.
P. En forma artística sin duda: acaba de sacar libro y está intentando levantar una nueva película, con rodaje en exteriores y todo.
R. Sí, porque esa es la gracia del cine. Escribir es como boxear con tu propia sombra. El cine, en cambio, es la plenitud, la acción.
P. ¿Y de esa película puede contar algo?
R. No, porque si la cuento comenzaría a aburrirme de ella y me pondría a hacer otra.
P. Su vida no empezó del todo bien…
R. ¿No del todo bien…? [Sonríe desconcertado]
P. Le explico, le explico… En su casa sus padres andaban siempre a la gresca y fuera caían bombas, primero de una revolución socialista y luego de una guerra civil.
R. Por orden de aparición en escena, primero fueron las bombas. Las de la revolución minera me pillaron en su epicentro, Oviedo. En el 36 siguieron cayendo. Recuerdo cuando me metían debajo de la cama para esquivar la metralla y veía pasar pies de un lado a otro. Era angustioso, pero, al ser tan pequeño, no tenía conciencia de que el mundo pudiera ser de otra manera. En la posguerra fue peor porque ya era más consciente de todo, incluido de eso que dice de mis padres. Pero, bueno, no hagamos historia. Todo esto lo tiene que contar mi hija en la biografía que le han encargado. Ya le he dicho que para escribirla se inspire en Con la muerte en los talones, de Hitchcock, porque eso es lo que quería ser yo: un tío que huye y se encuentra con Eva Marie Saint en el coche-restaurán.
P. Un tío que huye de la realidad, ¿no? Parece una reacción lógica con los precedentes infantiles mencionados. Una forma de autodefensa.
R. Ya sabemos cómo es el mundo, muy duro. Cualquier realidad alternativa me parece apetecible. Pero no hay escapatoria. Ni siquiera en el Metaverso ese.
P. Aunque a usted lo que le incomoda no es tanto la realidad cuanto el realismo, que ve como una impostación de la primera.
R. No odio ni el realismo ni la realidad. Eso sería absurdo. Lo que odio es la falsificación. Una película que pretende ser como la vida misma es falsa por definición. La vida son instantes que pasan. Lo demás son reconstrucciones a partir de recuerdos, que ya suponen una manipulación.
P. Por otro lado, la ficción siempre se acaba cruzando con la realidad, ¿no?
R. Esa pregunta no me la sé [Risas].
P. Pues es una paradoja que ha enunciado usted alguna vez.
R. Bueno, ahora que lo dice me suena… La realidad y la ficción se acaban encontrando en el recuerdo, ocupan el mismo espacio: la memoria. Los escritores y cineastas somos como los científicos, vamos buscando respuestas, pero nunca encontramos una definitiva sobre qué coño hacemos aquí y a dónde vamos después. A mí me interesan mucho los documentales de animales de La 2. Me asombra la imaginación de la naturaleza. Es maravillosa. Y esos documentales, además, nos dejan claro que al final siempre es lo mismo: unos matan a otros. Y de eso la especie humana no se ha emancipado.
P. Cosa patente hoy. ¿Cómo ve lo de Ucrania?
R. El negocio de las armas no hay quien lo pare. Sospecho que, por esta razón, lo de las guerras no tiene remedio. A las armas que se fabrican hay que darles salida. Ojalá se hiciera lo mismo en el negocio de los libros. Creo que durante la pandemia se leyó mucho. Igual el virus lo ingenió un editor.
P. ¿Los documentales de animales se los pone en la sobremesa?
R. Sí, después de Saber y ganar, que también lo veo.
P. ¿Y antes, ve los telediarios? ¿Le gusta estar informado?
R. Sí, me gusta, pero mi mujer, Hélène, es mucho más adicta a estar al día. La información se reitera, los desastres también. No es mi plato favorito. Prefiero a los animales. ¿Cómo se llama el naturalista ese…?
P. ¿El inglés? ¿David Attenborough?
R. Ese, ese. Lo veo y me causa envidia. Me parece una profesión maravillosa la suya.
P. Bueno, usted también ha tenido una vida pródiga en aventuras.
R. Me sabe a poco [Ríe antes de dar el pistoletazo de salida para ‘saborear’ el Protos: “Ahora sí que ha llegado el momento del vino”].
P. ¿Y los periódicos los frecuenta?
R. Pues he de confesar que ahora no leo libros. Los abro al azar por un punto y leo algunas páginas. Es como una conversación con alguien que te encuentras e intercambias unas palabras. Me aburre un poco la idea del desarrollo de la novela. Por eso prefiero escribir relatos, que son más fulgurantes. Tampoco veo películas, con excepción de alguna serie. Ahora hay tal sobreabundancia que no da tiempo a mitificar nada. El cine actual no tiene nada que envidiar al anterior pero falta la mirada del autor, es una fábrica. Y en las plataformas se ha estandarizado la luz, ya no se percibe la pincelada propia, todo es igual. Por eso no veo ni mis películas.
P. Volvamos a los periódicos, que se me ha ido por la tangente. Estos sí se prestan al tipo de lectura ‘caprichosa’ y puntual que dice que es la que más le gusta.
R. Sí, las columnas las leo. Aunque el género que prefiero es la entrevista. La pena de los periódicos es que estén tan rigurosamente repartidos por tendencias ideológicas, de forma que olvidan muchas veces su quintaesencia.
P. En los tiempos en que ejercía el periodismo, la situación era peor que la de esta sectorización ideológica actual. Entonces los diarios no podían sacar los pies del tiesto.
R. Claro, sí, pero había algunos que ofrecían matices, como El Noticiero Universal. No era ni mucho menos un periódico de izquierdas, pero tenía una cierta querencia liberal.
P. Y en los deportivos en que escribía usted no se cortaba de darle estopa a los presidentes de las federaciones y otros gerifaltes. Se metía en problemas, vamos.
R. Efectivamente. Por eso me gustaba el periodismo deportivo, porque había más libertad. En el otro, tenías que andar con pies de plomo. Por ejemplo, una entrevista al dictador Batista me la cortaron precisamente en El Noticiero. Me lo encontré de casualidad en el Palace, después de que me dejara tirado Alberto Closas.
P. Usted ya hacía Nuevo Periodismo antes del Nuevo Periodismo. ¿Le da rabia que aquí ponderemos tanto a Wolfe, Mailer y compañía y su legado previo a estos pase mucho más inadvertido?
R. No, me importa un pepino. Fue Juan Cueto, creo, el primero que dijo eso. Pero yo no pretendía anticiparme en nada. Me salía así, espontáneamente.
P. A usted no le importa pero sí se puede apreciar cierto papanatismo por lo foráneo en ello, un defecto no infrecuente en España. ¿Qué otros defectos le molestan particularmente de sus compatriotas?
R. Me parece que se habla muy a la ligera de ‘los españoles’, ‘los alemanes’, ‘los franceses’… Es verdad que puede haber algunas constantes culturales comunes, pero yo con las personas voy de una en una. De los ingleses, por ejemplo, me gusta su humor. El carácter de Attenborough… De este no encuentro un equivalente en español. Entre los franceses, destacaría a Brassens, por su sarcasmo y su mirada poética. En tiempos de miseria en España, Francia nos parecía La Meca. Pero ya no es así. Ahora encuentras en todas partes los mismos idiotas, la misma mediocridad galopante porque en los medios prevalecen formas de vida con las que no me identifico nada.
P. Respecto al humor: en España también tenemos un legado humorístico valioso. A bote pronto: las comedias del Siglo de Oro, La Codorniz, Berlanga-Azcona…
R. Pues sí, cierto. La Codorniz, de hecho, me ha influido mucho. Lo que pasa es que el humor español es más explícito, menos de puertas adentro. El otro día vi el Imprescindibles de Ibáñez, que es genial y extraordinario, con una vinculación clara con López Vázquez y compañía, pero su humor es más trepidante, más de golpes, más externo. Prefiero el soterrado.
P. De Barcelona se enamoró casi como si lo hiciera de una mujer. ¿Le parece la ciudad más sensual de España?
R. En su momento, sí. En los 60. Ahora ya no lo sé, yo ya no soy el mismo. Llegué sin nada en los bolsillos y tuve suerte, porque coincidí con los escritores del boom latinoamericano y la Gauche Divine, que me aceptó como a uno más, aunque yo siempre he mantenido distancia respecto a los grupos.
P. De todas formas, buena parte de sus películas las ambienta en su terruño astur. ¿Es el paisaje que más se acerca al de sus sueños?
R. Sí, es lo que más se parece a esa hipotética África de mis sueños, donde había mucha vegetación y tenía el añadido del mar de La isla del tesoro. Allí se da la confluencia de los mitos leídos y el paisaje real.
P. ¿Y con Madrid qué tipo de relación tiene?
R. Para mí Madrid es el territorio de la posguerra: el descampado de la calle Ibiza donde jugábamos al fútbol y había unas cuevas en las que vivían gitanos. Siempre he tenido que salvaguardar (o sacudirme, no sé) esta reminiscencia. Madrid hoy tiene alegría, es una ciudad muy viva, quizá demasiado porque hay demasiada gente.
P. En general, ha eludido los fregaos políticos, al contrario que los compañeros de su gremio, alineados la mayoría con la izquierda. ¿Le da más alergia la política que el realismo?
R. Yo soy socialdemócrata. Pero en mí pesa todavía que mi padre, que lo encerraron por ser socialista nada más, tuviera que firmar una traducción de Melville con pseudónimo. Esto, que no es miedo, me incita a tener cierta cautela. Y luego está mi reticencia a sumarme a oleajes. El bipartidismo me parece un modelo democrático plausible frente a la disgregación, a veces cancerosa. En la política es bueno que pasen las menos cosas posibles. A la derecha la respeto, pero en Vox veo un paso atrás, la vuelta al combate. Su surgimiento me remueve recuerdos como cuando los falangistas entraban en el Liceo Francés, ponían al bibliotecario mirando a la pared y tiraban las máquinas de escribir por las ventanas. Pero si la gente les vota, lo tengo aceptar, qué voy a decir.
P. El éxito parece ahuyentarle también. Le dio esquinazo al teatro y al periodismo, donde podía haber hecho carrera. Y también se lanzó al cine tras un esperanzador arranque en la literatura. ¿Qué le agobia del triunfo?
R. Pues ahora me gustaría tener un poco más de éxito. Pero no es la finalidad. Aunque si me preguntas cuál es la finalidad, pues ni puñetera idea. Eso sí: en el barco este de la isla del tesoro en el que voy sí sé que no quiero encontrar ni el tesoro ni la isla, porque entonces se acabaría el viaje.
P. ¿Y cree que, si Helenio Herrera le hubiera dado la alternativa como entrenador, habría estado a la altura?
R. No, aunque es verdad que se parece un poco a lo de ser director de cine en algunos aspectos que me estimulan, como dirigir a un equipo en pos de un objetivo.
P. A mucha gente de la cultura le preocupa que el fútbol haya calado tanto en la sociedad. ¿A usted qué le parece esta fiebre?
R. A mí lo que me ha asustado siempre es la multitud. Una vez estuvieron a punto de lincharme en un campo de fútbol cuando era periodista. Pero el fútbol, el juego en sí, me gusta, aunque ahora ya no lo veo y he perdido el interés por ver quién gana o quién pierde.
P. La huella de Shakespeare es preeminente en su obra, pero también se puede rastrear la de Cervantes. ¿Los pone a la misma altura a estos dos gigantes?
R. La de Cervantes, curiosamente, es más tardía. Me llega antes el mito que el libro. De hecho, no estoy seguro de haber leído de pe a pa El Quijote. En cambio, he devorado a Shakespeare. En la historia de la literatura hay dos personajes que me han marcado, Hamlet y el Idiota de Dostoievski. Y de Cervantes, más que con su Quijote y su Sancho, me identifico con él mismo, con su vida, tan dura y tan admirable. Shakespeare, por otro lado, consiguió pasar a la historia de la literatura escribiendo teatro. Eso me da la esperanza de que escribiendo guiones se pueda conseguir lo mismo.
P. ¿Diría que vivir es como remar al viento?
R. O contra el viento… [Risas]. Lo de vivir, la verdad, es muy raro. Esa es la sensación que predomina en mí. Y me asombra que no se lo parezca a los demás. Que haya señores y señoras que van a la compra, que hacen sus trabajos, y no encuentren que todo eso es muy raro. Han conseguido la magia de la normalidad. Pero todo esto es rarísimo. Yo reivindicó a Omar Khayyam, el sabio persa, tan olvidado y denostado porque veía en el vino la única solución ante esa extrañeza.
P. Y si vivir es remar contra el viento, ¿morir cómo lo intuye?
R. Joder, no sé… Una vez muerto, debe de ser fácil.