Las primeras noticias del viernes por la noche producían incredulidad, a pesar de que se tratara de la crónica de unos atentados anunciados. Se confirmaba lo que es evidente para cualquiera: quien está dispuesto a morir matando, difícilmente puede ser detenido en su propósito. El Estado Islámico parece ser el nuevo Alamut desde donde se entrena y se alienta a una nueva secta de asesinos, cuyas filas están mucho más nutridas de lo que pensábamos. ¿Qué es lo que lleva a una persona al extremo de desear inmolarse? Yo creo que no es solo el fanatismo religioso, sino el odio a una sociedad en la que no se sienten integrados, en la que no toleran que existan la libertad de pensamiento. Me hizo mucha gracia que en su momento hubiera quien apuntara que los muertos de Charlie Hebdo, en cierto modo, tenían merecido su destino por haberse atrevido a blasfemar contra el islam. Es posible que ahora esa gente haya despertado y se dé cuenta de que para la gente del Estado Islámico o de la decadente Al Quaeda (parece ser que en la industria del terrorismo también existe la competencia), cualquier excusa es buena para atacar a los occidentales: no les gusta que escuchemos música pop, ni que salgamos a sentarnos en una terraza a tomar algo, ni que leamos lo que nos dé la gana, ni que acudamos a ver un partido de fútbol o a cualquier otro espectáculo que no sea una ejecución de infieles.
Porque es verdad que lo que más nos ha aterrado de estos atentados es que nos hemos identificado como pocas veces con las víctimas. Nos vemos a nosotros mismos realizando cualquiera de nuestras actividades cotidianas y siendo asaltados por sorpresa por estos lobos armados con kalashnikov y con cinturón explosivo. El terror absoluto surgido de la peor de nuestras pesadillas. Es cierto que el día anterior se produjo un gravísimo atentado en Beirut y casi nadie se enteró. Y que hace dos semanas fue derribado un avión de pasajeros rusos, no hubo supervivientes y ni siquiera sabemos el nombre de alguna de las víctimas. Lo que ha sucedido en París, para la gente, es como si hubiera sucedido en la calle de al lado. La guerra ya no es lo que era. Carece de reglas. El aumento exponencial de víctimas civiles en los conflictos a lo largo del siglo XX ha llegado al punto de que ya apenas perecen soldados en las nuevas guerras. Los objetivos son hombres, mujeres y niños que nunca han tenido un arma entre sus manos. Cuantos más muertos, mejor. Más terror y más desconcierto. En este momento occidente es como un cazador que intenta defenderse del ataque de un nido de avispas a perdigonazos.
Creemos que la paz es algo consustancial al hombre, pero la historia nos demuestra lo contrario. Los periodos de paz, como los que ha gozado occidente durante décadas, son raros. El fanatismo y la religión fundamentalista realizan su trabajo con una efectividad inaudita. Mientras su rugido nos llega como un eco desde países lejanos, nos inquieta, pero nos sentimos seguros. Las víctimas no son más que números, gente que está acostumbrada a la desgracia y que habita un mundo incomprensible. Nosotros vivimos en una sociedad tolerante, de libertades, que ha alcanzado grandes cotas de bienestar (a pesar de que se haya retrocedido mucho en este campo en la última década), así que nos parece inconcebible que alguien pretenda matarnos simplemente por habitar en ella. Para los islamistas nuestra sociedad está corrompida por el pecado. Además, justifican sus crímenes en las intervenciones llevadas a cabo en Oriente Medio por nuestros países (cruzados, nos llaman a veces). Es cierto que el Estado Islámico es en buena parte consecuencia del caos que siguió a la invasión estadounidense de Irak, pero la explicación de su consolidación y del extenso territorio que controla es mucho más compleja.
Es curioso (quizá también era un efecto buscado por los asesinos) que una parte de los atentados tuvieran lugar en el boulevard Voltaire. Voltaire fue uno de los grandes apóstoles de la tolerancia de ese Siglo de las Luces que precedió a la Revolución, uno de los artífices de esos derechos y libertades que hoy disfrutamos sin que nos acordemos demasiado de los muchos que murieron para que fueran posibles. Hoy mismo se ha anunciado un importante cambio constitucional en Francia, una reacción muy en la línea de lo que sucedió en Estados Unidos después del 11 de septiembre. Quizá sea algo inevitable, pero a mí me sabe como un triunfo de los islamistas.
Las reacciones, como es lógico, han sido de lo más variopintas. Algunas muy dignas, otras muy simbólicas y otras pocas directamente imbéciles. En realidad, en lo que importa, todas son inútiles, aunque sea necesario expresar nuestra consternación y nuestra solidaridad. Esta gente no se va a ver conmovida en lo más mínimo por nuestra pena. Su único afán es que se acreciente la desgracia y que el mundo arda con ellos. Cuando Bin Laden y sus lugartenientes planificaron los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos consideraron la posibilidad de estrellar los aviones contra centrales nucleares de distintos puntos del país, pero descartaron la idea por tratarse de un castigo demasiado brutal contra el enemigo. Me temo que los dirigentes del Estado Islámico no hubieran tenido tantas reservas.
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