Polonia celebró recientemente elecciones legislativas que dieron la victoria, por segunda vez consecutiva, al centroderecha. El liberal Donald Tusk puede estar satisfecho de haber ganado en las urnas a su principal rival político, el ultraconservador y euroescéptico Jaroslaw Kaczynski. El poder no ha desgastado a Tusk, la economía del país va bien, la sociedad se moderniza y el sistema democrático funciona razonablemente bien. Polonia es un país respetado, aunque no siempre escuchado por los grandes Estados de la Unión Europea (UE), que son dos: Alemania y Francia.
¿Quién hubiera pensado hace 22 años, cuando Polonia dejó atrás más de cuatro décadas de opresión política, pobreza material y dominación soviética, que el cambio iba a ser tan rápido y profundo? Seguramente poca gente. Los primeros años del cambio capitalista fueron duros, muy duros, para millones de polacos acostumbrados a vivir modestamente pero con un mínimo de seguridad en el empleo y servicios públicos deficientes pero garantizados para toda la población. Después, poco a poco, Polonia se fue recuperando, muchos ciudadanos emigraron a otros países europeos, y en 2004 los polacos se convirtieron en miembros de la UE. Han sido siete años exitosos, a pesar de muchos problemas y de que un sector significativo de la sociedad se niega a reconocer el cambio. Es humanamente comprensible que los colectivos que no se han visto beneficiados por el crecimiento económico y el maná comunitario, como los jubilados, los obreros en paro o subempleados, los jóvenes mal pagados o los empleados del estrato inferior de la función pública, reaccionen con pesimismo, y hasta con ira, porque el presente no les da bienestar material y estabilidad social. Pero lo que resulta chocante, al menos para mí, es la irresponsabilidad de la derecha más reaccionaria de este país, que mayoritariamente milita en las filas del PiS de Kaczynski. No es una derecha clásica europea; no se parece a los cristianodemócratas alemanes, los conservadores británicos, la UMP de Nicolas Sarkozy o los sectores más centrados del PP español. Es una derecha nacionalista, populista y clerical más integrista que las derechas al uso en otros países de la UE. Tanto es así que el PiS no hace parte del Partido Popular Europeo (PPE). El PiS representa los intereses, sentimientos e ideas de la Polonia que se ha quedado atrás en el cambio capitalista.
Rencor y resentimiento
Es una Polonia cargada de rencor y resentimiento hacia todo y todos: el pasado, el presente, el futuro, los alemanes, los rusos, los gays, las lesbianas, los liberales, la izquierda, el capitalismo, el comunismo, Europa… Es una Polonia sin cultura democrática, que desprecia la diferencia y vive anclada en el pasado, olvidando que, como dice el escritor argentino-canadiense Alberto Manguel, “el pasado es sólo la invención del recuerdo”. Es una Polonia instalada en el victimismo e incapaz de la menor autocrítica. Esa Polonia salió a la calle con fuerza después de la tragedia aérea de Smolensk, en la que murieron el presidente Lech Kaczynski y otras 95 personas, e intentó por todos los medios robarle el espacio a otra Polonia más cívica y democrática que también lloraba por los muertos de Smolensk. Es una Polonia que no sabe respetar al que no piensa como ella, al que no es nacionalista, al que es ateo, agnóstico o católico moderado, al que es liberal o de izquierda. Y, sin embargo, ese país intransigente exige respeto a los demás. Esa Polonia no ha hecho suyas las palabras del escritor, poeta y filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson: “Los hombres son respetables en la medida en que ellos respetan”. Esa Polonia está ahí, y tiene todo el derecho a existir, y nadie tiene por qué exigirle que desaparezca o renuncie a sus ideales y valores Digo esto último, porque en el llamado ‘campo liberal’ también existen fundamentalistas que criminalizan al PIS y hacen del odio a Kaczynski y la Iglesia católica su principal razón de ser. Y Polonia no necesita ni más odio ni más intransigencia. Polonia necesita diálogo y consenso, y, si se puede, acuerdos. Necesita acuerdos políticos, sociales, económicos, culturales… De todo tipo. Nadie tiene que renunciar a sus principios, pero todos, absolutamente todos, tienen que hacer un gran esfuerzo a favor del reconocimiento mutuo. Los polacos, como los españoles, tienen que aprender a hablar con el que piensa de forma distinta, tienen que aceptarlo, reconocerlo como ser pensante, sujeto activo. No es un asunto de poca monta lo que planteo, pero no veo otro camino para este país, ni tampoco para el mío, si queremos seguir viviendo en un mundo democrático.
Transición pacífica
La transición polaca de la dictadura a la democracia, con sus aciertos y errores, demostró que Polonia es un gran país. Los polacos hicieron gala de una gran inteligencia política, y las nuevas generaciones deben aprender de sus mayores y de esa experiencia que maravilló al mundo. ¡Qué lástima que la derecha conservadora polaca no haya asumido plenamente este hito histórico! Polonia tuvo una transición parecida a la española. Fue una transición del socialisno real y la dictadura política a la democracia parlamentaria y la economía de mercado sin ruptura radical con el pasado. Fue una transición pacífica que evitó mucho dolor y permitió que el país acabara con un largo ciclo de invasiones, guerras, autoritarismo y opresión. A estas alturas del partido hay que ser ciego o muy idiota, en términos políticos, para no darse cuenta que Polonia mejoró profundamente al cambiar de sistema por la vía pacífica. Bien es cierto que el proceso no ha sido de color rosa. Hay muchas sombras y dudas legítimas sobre la transición. Como también las hay en España. ¿Cuáles, por ejemplo? Los cambios sin sobresaltos facilitaron a la inmensa mayoría de los dirigentes y ‘aparatchiks’ y cuadros medios del régimen comunista integrarse cómodamente en el sistema capitalista. Sólo unos pocos fueron apartados de los estamentos importantes de la Administración pública. En bastantes casos los antiguos comunistas se convirtieron en firmes defensores de la economía de mercado, la OTAN y Estados Unidos. El afán de poder, la capacidad por medrar, el gusto por el lujo y los privilegios, la habilidad por adaptarse al cambio y la falta de ética y escrúpulos son el denominador común de esta casta dirigente desvergonzada y desmemoriada, que en los tiempos difíciles del régimen de partido único no movió un dedo por la democracia. Todo lo contrario: muchos se opusieron al cambio político, o fueron indiferentes al sufrimiento de la población. Sólo los más astutos evolucionaron hacia posturas reformistas que a partir de 1989 les facilitaron su reconversión democrática. Muchos dirigentes y cuadros comunistas echaron por la borda el marxismo leninismo en un abrir y cerrar de ojos y se hicieron socialdemócratas, u hombres de negocios; otros, desde etiquetas conservadoras, liberales o democristianas, se fabricaron un pasado heroico y se transformaron en campeones de la lucha por la libertad. Hasta intentaron superar en lucha y sufrimiento a los verdaderos militantes contra el totalitarismo como Lech Walesa, Jacek Kuron, Karol Modzelewski, Bronislaw Geremek, Adam Michnik… La transición pacífica evitó el enfrentamiento civil y el caos y sentó las bases de la reconstrucción democrática de una vieja nación que había sufrido demasiado. ¿No es esto un acierto histórico? Lo triste de esta asunto es que también facilitó que personajes con las manos manchadas de sangre y un sinfín de corruptos, oportunistas y vividores se mantuvieran en puestos clave de la política y los aparatos del Estado renovados. Como en España. Pero me pregunto si había otra alternativa. Viéndolo con cierta perspectiva histórica, creo que no. O al menos es un debate que debería estar abierto.