Una generación irrepetible de talento e ingenio compartiendo andanzas, rutinas y desventuras en algo más de 25 manzanas de edificios. Éste podría ser el epígrafe del bien llamado “Barrio de las Letras”. Una pequeña porción de Madrid que cada vez que me asomo por ella se me amarra a las entrañas. Hoy la paseamos de puntillas, pocas opciones mejores que ésta para empezar con buen pie la semana…
Surcar este “barrio” delimitado por el Paseo del Prado, Atocha, Carrera de San Jerónimo y Carretas es un desafío a nuestra capacidad perceptiva. A cada paso o desplazamiento conviene estar atento para no dejarse pasar por alto los innumerables guiños históricos y literarios que nos asaltan. Ya sea en forma de placas informativas o de inscripciones en el suelo, paseando por el también denominado “Barrio de las Musas” uno consigue sin demasiado esfuerzo transportarse a otra época.
Concretamente al Siglo de Oro español, el Siglo XVII, donde por estas estrechas callejuelas que se cruzan entre sí sin complejos caminaron hace no mucho Cervantes, Quevedo, Lope de Vega o Góngora. Sus destrezas en las artes literarias deslumbraron en un barrio con una enorme vida social, donde destacaban los corrales de comedias y los mentideros. En una sociedad muy dada a los chismes y cotilleos la agudeza de estos ilustres, pluma en mano, bañó para siempre a este barrio de un aire bohemio y despreocupado.
Me apasiona subir y bajar por todas estas calles, sin prisas, saboreando cada balcón o fachada. Con el tiempo he llegado a discenir dos caras diferentes de este mismo área. La primera quizás más turística y animada, la que delimita la Calle de las Huertas hacia el norte, atrapando a Echegaray, Príncipe, Cruz etc… y otra mucho más íntima y discreta, la que vive a espaldas del Paseo del Prado, con vías del estilo de la Calle de la Verónica, la de los Fúcar o la de Moratín. Dos caras de una misma moneda que se complementan con elegancia.
Entre unas y otras conforman una de las zonas más cautivadoras de Madrid. Totalmente desconocida para mí hace unos años, ahora tan pronto como puedo me sumerjo en ella para volver a sentir la historia que camina en silencio sobre sus finas calles. Un barrio cuya actual existencia se articula en torno a la deliciosa Plaza de Santa Ana, con sus terrazas, su elegante fachada del Hotel Mé y sus monumentos a Calderón de la Barca y García Lorca.
Conviene pasarse también por la apagada Iglesia de San Sebastián, en su porche tres enormes placas nos delatan de un plumazo parte de la historia transcurrida entre sus muros. En ella, por ejemplo, se bautizó Tirso de Molina o Ramón de la Cruz, contrajeron matrimonio Larra, Zorrilla, Valle Inclán o Bécquer y fueron enterrados Espronceda, Lope de Vega o Jacinto Benavente.
Son demasiados los atractivos de ocio y culturales que alberga este genial barrio. Tantos que la hoja de tareas pendientes nunca termina de estar vacía. El Ateneo, el Caixa Forum, el Museo Reina Sofía, la Casa – Museo de Lope de Vega o el Café Central son paradas imprescindibles de unos paseos que siempre te descubren algo nuevo.
Sólo rascando en cada uno de estos rincones y deambulando por sus calles dispuesto a empaparse de toda su personalidad se puede entender un barrio tan agradable como mágico. Sus pequeños y coquetos restaurantes conviven con tabernas centenarias. Tampoco le falta una intensa vida comercial, alejadas de las grandes multinacionales, otro gran punto a su favor. Mis momentos preferidos para recorrerlo son a primera hora de la jornada o al caer la noche. En esos momentos la simbiosis entre la ciudad y el peatón fluye de forma divina, casi con la misma sutileza con la que se mecían las plumas, siglos atrás, de sus más ilustres vecinos.
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