Jean Louis Corby
Salgo de casa, como siempre, más tarde de lo previsto. Esta vez he tardado en salir porque me he cambiado tres veces de camiseta, todas me parecían demasiado elegantes, demasiado buenas, demasiado especiales un día como hoy. Cuando por fin he dado con la más cutre he pensando que nunca seré elegante, ni sofisticada. Ayer por la noche vi una antigua película de Billy Wilder que no había visto y Marlene Dietrich era puro magnetismo, pura elegancia, rezumaba clase en cada gesto. Nunca seré Marlene Dietrich pero tampoco pretendo serlo, ni ir elegante, voy a caminar hasta el cine. No quiero que nadie me vea ni me mire y si fantaseo con «imagina que alguien se fija en ti», sé que mi mejor baza jamás es la ropa que llevo, la manera en qué camino o cómo me peino.Cierro la puerta y bajo andando los cuatro pisos con las bolsas de la basura en la mano. Estoy orgullosa de haberme acordado de sacarlas y aún más de haber recordado coger la llave del cuarto de basuras. Salgo a la calle y me miro en el cristal de una sucursal bancaria. En un intento de ahuyentar esta tristeza que me acompaña desde que me he despertado me he puesto la chupa verde que me compré en Normandía este verano. Es un verde de ocasiones alegres, de buenos momentos y quizás así consiga que la tristeza que me acompaña no me invada, que solo me asedie. Sé de dónde viene o creo saberlo. Es la primavera. Ayer llovió y casi nevó y puede que vuelva a hacerlo esta semana pero yo sé que mi tiempo se ha terminado, el frío que venga, la lluvia que caiga... serán ya testimoniales, serán flecos. Esos días un poco fríos y nublados que quedan por venir serán como beberte una copa a las 7 de la mañana justo antes de salir del garito... puedes engañarte creyendo que queda mucha noche pero la realidad es que ya es de día. Eso me pasa a mí, puedo intentar creerme que el invierno dura aún, que quedan días de abrigarme y llevar guantes... pero no, no es verdad. Estamos a diez días del cambio de hora y entonces la fiesta habrá terminado.
Intento no pensar en la primavera, en lo mal que me sienta y contengo las ganas de volver a casa y no salir de casa. ¿Por qué he salido? En realidad no quería salir, lo he hecho por... no sé porqué. Quizás me siente bien, quizás esa majadería de que te de el aire y moverte me funcione esta vez. Para animarme me compro una bolsa de alpiste de personas y una botella de agua. Ser adulto es esto, comerte una bolsa de guarradas mientras paseas por El Retiro sin que nadie te regañe ni te diga que no puedes hacerlo. Voy concentrada en mis pensamientos y apenas miro a nadie. Ayer por la tarde también paseé por aquí, pero había llovido y estaba casi desierto. Solo había turistas extranjeros consultando mapas imposibles intentando encontrar el estanque y el Palacio de Cristal. Hoy camino más deprisa casi sin fijarme aunque detecto una mayor presencia de familias y de jóvenes parejas con hijos de edades parecidas paseando lentamente. Hay títeres en el paseo del estanque... y por un leve momento siento una punzada de nostalgia. Recuerdo cuando nosotros éramos una joven pareja y veníamos con las niñas a ver a los titiriteros. Camino más deprisa porque no quiero entristecerme más, no necesito nostalgia edulcorada.
«Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa». Pienso en esto que escribí hace unos meses mientras salgo del Retiro por la Puerta de Alcalá. Más y más turistas. Como no me gusta Madrid, como me sienta tan mal, durante muchísimo tiempo no entendía qué veían los turistas en ella más allá de los museos. Sigo sin entenderlo pero ya no me sorprende. Sé que el problema es mío. Los veo en El Retiro, en la Puerta del Sol, en Cibeles, me los cruzo por Malasaña. No sé qué ven pero les envidio. Envidio su capacidad para disfrutar Madrid. Intento "pensar en guiri" como me enseñó mi amiga Rosa. «Cuando no te gusta Madrid lo que tienes que hacer es pensar que eres de Wyoming, creerte que eres de allí, de una granja en mitad de la nada y entonces llegas aquí y esto te alucina. Piensa en guiri». No me funciona porque no puedo distraerme pensando en que soy de Wyoming o de las Landas, tengo que ocuparme solo de que no me aplaste la ciudad, de no volver corriendo a casa a esconderme.
Intento abstraerme de la tristeza fijándome en la ciudad. En Mejía Lequerica veo el peor escaparate de peluquería que he visto jamás en mi vida, en Sagasta me cruzo con un chaval que va hablando por el móvil mientras da ridículo saltitos como si fuera Gene Kelly o se lo creyera, sé por su cara que habla con alguien que le gusta, con alguien nuevo en su vida y que está emocionado. Me cruzo con una sofisticada con pamela y pantalones de leopardo que camina oculta detrás de unas gafas de sol y veo unos jarrones espeluznantes en el escaparate de una tienda de antigüedades. Unos chavales en chanclas... si necesitaba más señales sobre el fin del invierno, aquí las tengo.
Llego al cine, compro la entrada y me siento. El hilo invisible. No quiero que me guste, quiero detestarla sin razón, porque sí... pero descubro que me está encantando, que me está haciendo sentir muy incómoda pero es una película buenísima. Daniel day Lewis me recuerda a mi abuelo, no debe de tener más de sesenta pero parece mayor, huele a hombre viejo, a arrugas y piernas flacas envueltas en elegancia, a piel seca. En un momento de la película mientras me revuelvo en la butaca porque la claustrofobia de la película no me deja parar quieta dice algo como «siento una inquietud que no sé de dónde viene».
Eso me pasa a mí.