Ella vive en el tercero, tan sólo un piso más abajo, pero accede al bloque por una escalera distinta y desde otra calle. Empezó a amarla poco después de instalarse en el edificio, hace poco más de un año. Fue el día descubrió, por el capricho de una corriente de aire, el olor que emanaba de sus guisos y que desde entonces asciende, puntual a determinadas horas, en una mezcla exquisita de ingredientes exóticos. Le cautivó también su voz, hasta tal punto que por nada dejaría de escucharla mientras interpreta una canción tras otra, todos los sábados por la mañana, en un idioma extraño.Nunca hasta la fecha había visto su rostro, aunque se había ido formando una imagen de ella, inspirada vagamente en la que proyecta su silueta, difusa tras el vidrio esmerilado de la cocina, la única pieza del piso que da al patio de luces aparte de la galería; desde ésta la espía muchas noches agazapado junto a la lavadora, para no ser visto.
Hoy, al regresar de la oficina y después de varias tardes consecutivas de idas y venidas por la acera, se ha armado de valor y ha penetrado como si tal cosa en el vestíbulo de la otra escalera. Después de despistar a la portera diciéndole que acudía a la visita del dentista del entresuelo, se ha dedicado a escudriñar uno a uno los rótulos de los buzones, hasta que por fin ha averiguado su nombre, así como su profesión: “Irina Ivanovna, profesora de ruso”. Tras una breve vacilación, ha introducido en el cajetín una nota que llevaba plegada en el bolsillo, con el siguiente texto manuscrito: “Jamás te vi y en cambio te conozco, no te conozco y en cambio te amo”, un fragmento de un cuento de Hermann Hesse que grabó hace años en su memoria y cuyo título no recuerda, como también ha olvidado la triste suerte que corrió su protagonista.
Temiendo ser descubierto por algún vecino, se ha dirigido a grandes zancadas hacia la calle, despidiéndose apresuradamente de la portera, quien le ha seguido extrañada con la mirada. En el preciso instante en que se disponía a salir, la puerta vidriera se ha abierto y ante él ha aparecido una anciana pequeñita, tocada con un sombrero de astracán, de rostro agradable y ademán refinado, quien le ha saludado con una leve inclinación de cabeza y, con un tono de voz que le ha resultado familiar, le ha deseado amablemente las buenas tardes.Texto: Joaquín Valls ArnauMás Historias de portería aquí.