Sí, señores, por fin se terminó esta ansiosa espera de cuatro años, ya llegó la fiesta del futbolero, la esférica alegría que contagia la pelota, empieza el Mundial. Como todo bloguero que de tal se preciara debería darme lugar a la ocurrencia de exponer mis pálpitos.
El inconveniente es que soy hincha de Colombia, de Argentina, de Chile, de Alemania, de España, de Portugal, y de Brasil. Durante el mundial, como sucedió con la Turquía de Sas
y con la Senegal de Diouf
además del Marruecos de Hadji
y la Rumania del gran Hagi
siempre alguna otra selección se añade a mi preferencia, y las holandesas y rusas son tan lindas que también quisiera verlas hasta el último día alentando a sus selecciones.
De manera que cualquier cosa que sucediera en el mundial me pondría alegre y triste al unísono. Un segundo de mi vida contiene toda la existencia de Bora Milutinovic.
Para peor, tendré que masticar en absoluta soledad el entrecruzamiento de emociones. No pude aceptar la invitación de mis amigos para ver la final en Parque Centenario
porque he mandado a construir un conjunto de ropa deportiva con los colores de todos mis equipos favoritos
y durante el torneo me iré quitando la prenda correspondiente a las selecciones que fueran quedando eliminadas. Para la fecha va a estar un poco fresco para andar desnudo por el parque.
Para este mundial, más que pálpito voy a tener palpitaciones. Y lo digo con el diario del jueves. Vivir un mes con arritmia puede convertir mi corazón en un racimo de pasas de uvas. Vivir con el corazón escindido por el deseo, infinitas esferas como pelotitas de telgopor rebotando en mi pecho, alborotándome el organismo. Y lo peor, las otras pelotitas, las que no son de poliestireno, enredadas en mi epiglotis.
Al menos, queda el consuelo de que la selección Colombia ya ha ganado el mundial fuera de los futbolístico con el récord de edad.
En fin, un mundial que sólo me trae peligrosas confusiones.