Shunryu Suzuki fue uno de los grandes maestros zen del siglo XX, aunque él humildemente se autodenominase “el pequeño Suzuki”, cada vez que alguien le confundía con D.T. Suzuki, el gran divulgador del zen en Occidente. David Chadwick escribió en 1999 su biografía con el título “Pepino torcido” (“Crooked cucumber” en inglés).
Lo más atractivo de la biografía de Chadwick es que no trata de retratar un santo inmaculado. Quienes la lean buscando hechos milagrosos se verán defraudados. No hubo nada en su infancia que denotase que Suzuki estaba llamado a altos destinos espirituales, no hubo milagros en su vida, ni milagrosas curaciones de la diabetes, ni apariciones de Tara Verde y del Buda Vairocana. Chadwick retrata simplemente a un ser humano corriente que intentó toda su vida ser un buen monje. Nada más y nada menos.
No hubo prodigios en el cielo mientras su madre estaba embarazada de él ni señales portentosas durante su infancia que indicasen que un ser muy avanzado espiritualmente había nacido. Suzuki nació en 1904. Era el primer hijo que el sacerdote Sogaku tuvo, cuando ya había cumplido los 50. Su madre era hija de un sacerdote y Sogaku era su segundo marido. Como vemos, con esos antecedentes seguir la carrera monacal era casi obligatorio. El templo que atendía Sogaku era modesto y no tenía una comunidad fuerte de fieles que lo apoyase. Sogaku tenía que complementar sus magros ingresos con otras actividades, como la crianza de cerdos. Tan pronto empezó a ir al colegio Suzuki tomó conciencia de la pobreza en la que vivía su familia.
La vida escolar de Suzuki fue cualquier cosa menos agradable. Él mismo al recordar aquellos años comentaría: “Mi vida en el colegio no fue tan feliz, así que prefería quedarme en clase a jugar en el patio.” Los otros alumnos se reían de su cabeza rapada y le rechazaban porque era hijo de un sacerdote. Tal vez fuese ese rechazo, unido al ejemplo de su padre, el que le decidiera a hacerse monje. En palabras del propio Suzuki: “La política del gobierno era debilitar el budismo y promover el shintoísmo como religión nacional. Pienso que es entonces cuando decidí que me haría sacerdote. Pero no el tipo normal de sacerdote. Quería ser un sacerdote desusado que fuese capaz de decirle a la gente lo que eran el budismo y la verdad. Quería ser lo suficientemente bueno como para dar enseñanzas. Así que decidí ser un buen sacerdote.” Ojalá la gente abrazase sus profesiones movidos por el simple deseo de ser buenos en ellas.
A los once años abandonó su casa para estudiar con So-on, que había sido discípulo de su padre. So-on era un maestro estricto, siguiendo la tradición del zen de no ser demasiado suave con los estudiantes, sobre todo con aquellos que tienen potencial. No sé cuánto potencial vería So-on en Suzuki. Fue él quien le apodó “Pepino torcido” por lo despistado, idealista e imprevisible que era. Esto en un maestro zen uno no sabe si es una prueba de aprecio máximo o de desprecio supino.
Una idea sobre cómo enseñaba So-on nos la da Suzuki en sus recuerdos: “Decimos que no es zen simplemente estar sentado sobre un cojín. La vida diaria del maestro zen, su carácter y su alma son zen. Mi propio maestro decía: “No aceptaré ningún monasterio donde haya un entrenamiento perezoso, donde las habitaciones estén llenas de polvo.” Era muy estricto. Dormir cuando dormimos, fregar el suelo y mantenerlo limpio, ése es nuestro zen. Así que la práctica es lo primero. Y como resultado de la práctica, viene la enseñanza.” Ésa es la tradición del zen: que tu vida se convierta en práctica. Aunque sea un lugar común hablar del antiintelectualismo del zen y presentar a los monjes zen casi como a quemadores de libros, yo creo que el zen se limita a no sobrevalorar la erudición y la intelectualización. Tal vez seamos nosotros, que solemos exagerar tanto ambas, los que creemos equivocadamente que son ellos los que exageran.
Resulta interesante la parte del libro en la que describe el tiempo que Suzuki pasó como So-on, porque muestra la manera que tienen los maestros zen de utilizar la vida cotidiana como instrumento de enseñanza. En cierta ocasión So-on les forzó a comer unos pepinos pasados, de los que se habían intentado escaquear. Suzuki descubrió que podía comérselos si no pensaba en ello. Más tarde dijo que fue ésa su primera experiencia de conciencia que no discrimina. So-on era un maestro tan estricto que de los ocho discípulos con los que empezó, al final sólo le quedó Suzuki. Suzuki lo contaba de esta manera: “…Yo era el último de los discípulos, pero me convertí en el primero porque todos los buenos pepinos se escaparon. Tal vez fueran demasiado listos. En cualquier caso, yo no era lo suficientemente listo como para escaparme, así que me atraparon…”
Más adelante, So-on envió a Suzuki y a otros estudiantes que se le habían unido más tarde a estudiar con un maestro de la escuela rinzai. Los consejos que les dio antes de partir fueron: “No olvidéis la mente del principiante [el principiante tiene la ventaja de que no conoce los límites ni las reglas, con lo que su potencial es ilimitado. Como su mente no se ha llenado de conceptos, no discrimina ni pone etiquetas a las cosas ni a las enseñanzas; simplemente las vive]; no os apeguéis a ningún tipo especial de práctica. Cuando vayáis a un templo soto, practicad a la manera soto; cuando vayáis a un templo rinzai, practicad a la manera rinzai. Sed siempre un nuevo estudiante.” La experiencia de Suzuki con los koan fue decepcionante. Todos los demás los pasaron y él siempre sospechó que el maestro le había aprobado también a él por pura compasión.
A los 16 años volvió a vivir con sus padres y se matriculó en un instituto. Verse lejos de su maestro y en un medio ambiente laico le permitió reflexionar sobre el zen. “…El zen puede ser peligroso para las mentes inocentes. Esas mentes pueden ver fácilmente el zen como algo bueno o especial mediante el cual pueden conseguir algo. Esta actitud puede llevar a problemas. Un joven inocente puede descuidar su naturaleza búdica y en su lugar apegarse a una idea de inocencia, creándose problemas. Necesitamos una mente de principiante, no una mente inocente. Mientras tengamos una mente de principiante, tendremos el budismo…”
Con Suzuki todo es tan anodino y tan vulgar, que hasta la forma en que tuvo su pequeña primera iluminación tiene algo de chusco. Tenía 20 años. Se había colado en el almacén del colegio para ratear algo que comer. Había escogido un melón, cuando oyó pasos que se acercaban. Suzuki se quedó inmóvil en la oscuridad para que no le oyeran. Esperó un momento y se dirigió despacio hacia la puerta. De pronto sintió un dolor lacerante sobre su ojo izquierdo. Se había clavado uno de los ganchos que pendían del techo. No podía liberarse y cada movimiento que hacía sólo conseguía empeorar la situación. Finalmente optó por quedarse quieto, respirando despacio, lleno de dolor, mientras la sangre goteaba. Chadwick describe de la siguiente manera lo que sintió entonces Suzuki: “Todo lo que diría después es que había tenido una experiencia importante de despertar. Quería volver a la calma clara, inefable y sin tiempo que había sentido mientras estuvo allí, goteando sangre. En ese momento pensó que era la gran iluminación. Luego aprendería que era sólo una pequeña y descubriría que no podía recrearla: aquello fue entonces y esto es ahora…”
Durante sus estudios laicos, un profesor dijo algo que se le quedó grabado: “La educación formal es para explicar lo que hay y lo que significa. La educación real es dejarlo que sea, lo que quiera que sea, sin explicación.” Esto expresado más tarde por el propio Suzuki desde una perspectiva zen es: “… es difícil ver las cosas como son. No quiero decir que la vista esté distorsionada, sino que tan pronto como ves algo, ya empiezas a intelectualizarlo. Tan pronto como intelectualizas algo, ya no es lo que viste.” Más tarde aplicaría esta enseñanza a su vida cotidiana y aprendería a refrenar su tendencia a analizar su mente en demasía. Haría el bien, sin analizarlo, sin preocuparse por sus motivaciones últimas; descubrir si lo hacía con una motivación sincera o para ser visto y elogiado, dejó de tener importancia.
A los 23 años tuvo una relación (hablo desde el punto de vista académico y de amistad) con su profesora de inglés, Nona Ransom, que le obligaría a replantearse lo que es el budismo y le enseñaría mucho para cuando más tarde llevase el zen a Occidente. Nona Ransom era todo un personaje (algún día tendré que escribir una entrada sobre ella). Entre las muchas opiniones que defendía a capa y espada estaba la de que el budismo es poco más que adorar idolillos y sostener unas cuantas supersticiones. Suzuki estudió a fondo la cuestión de las estatuas en el budismo y, en palabras de Chadwick, esto es lo que le dijo a Ransom: “Le dijo que esa estatua [se refiere a una estatua de Buda] nos recuerda que el camino está en todas partes y que nosotros mismos somos Buda, de manera que cuando ofrecemos incienso a la estatua estamos reconociendo nuestra propia naturaleza, la naturaleza de todo lo que es. La naturaleza de nuestra existencia no es algo que podamos conocer o reconocer tan fácilmente…” La experiencia con Ransom le mostró que la ignorancia de los occidentales sobre el budismo no sólo no era un obstáculo para enseñarles, sino todo lo contrario. Tenían una mente de principiantes. Eran como una página en blanco. Esto que en los años 20 del siglo XX era muy cierto ya no lo es tanto. Ahora quien más y quien menos tiene alguna leve idea sobre lo que es el budismo. Tener leves ideas es mucho peor que no tener ninguna idea. Me pregunto qué habría hecho Suzuki en esta situación.
A los 26 años So-on le transmitió el Dharma, lo que implicaba la autorización para que empezase a enseñar. No obstante, Suzuki siguió aprendiendo. Él mismo había dicho: “Dondequiera que vayas, encontrarás a tu maestro”, y a lo largo de su vida no hubo momento que no aprovechara para aprender algo y perfeccionar su práctica.