¿Qué he querido? Nunca he querido realmente nada.
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Hubo al principio ese niño un poco frágil, timorato, que a veces parece que prefiere leer a vivir y que se fascina con todo tipo de historias; que luego, hacia los doce o trece años, se propone imitar, sin duda con torpeza, lo que más le ha gustado de sus lecturas entre los poetas que el colegio le va haciendo poco a poco descubrir: Leconte de Lisle, el marmóreo voluptuoso o, en el extremo opuesto, Verhaeren el patético. Actividad pueril, insignificante, excepto en el hecho de que denota un gusto precoz por las palabras, el placer de disfrutar de ellas, un comienzo de soltura a la hora de manejar los instrumentos del lenguaje, soltura sin la cual ninguna obra literaria sabría cobrar cierta consistencia.
Llega el adolescente, con sus desconciertos, sus grandes mareas de exaltación o de desesperación; y el descubrimiento, turbador al mismo tiempo que fascinante -fascinante esta vez de un modo legítimo-, desde 1941, 1942, en plena guerra (y aunque se viva en un país neutral, uno mismo no lo es, ni ninguno de tus amigos, todos conmovidos por la suerte de la Francia humillada), el descubrimiento confuso de Rimbaud, Rilke, de Claudel -y de Esquilo vía Claudel-; más cerca de mí, de Ramuz -que me demuestra que se puede ser natural de Vaud y al mismo tiempo un gran escritor-, y aun mejor: de ese poeta solitario y discreto, Gustave Roud, que se convierte para mí en un amigo tutelar y me revela, a los diecisiete años, a Hölderlin. Pero la mayor revelación que me deparan entonces todas esas lecturas es ésta: que todo aquello que, de la vida, comienza a volverse esencial para mí, todo lo que comienza a alcanzarme en lo más profundo, no hay lenguaje que lo traduzca con más exactitud que el de la poesía.
Si el adolescente, por ejemplo, lee y relee “El balcón”, de Baudelaire: ¿Cómo no va a sentir que ahí, en esos pocos versos, por la magia de un arte soberano, todo lo que puede afectar a un ser sensible: colores, sonidos, perfumes, intensificados por la potencia del deseo, recuerdos y sueños, y la profundidad infinita que se hunde más allá de estas ricas apariencias, es la esencia misma de nuestra vida, que se halla condensada y, en cierta manera, salvada?
Desde entonces, y durante toda una vida, todo sucederá como si cada instante de esta vida en que se haya vivido realmente, en que todo nuestro ser haya sido implicado, estremecido, alimentado, debiera, quiérase o no, fijarse y metamorfosearse en palabras; palabras gracias a las cuales, a veces, esta intensidad de vida podría ser preservada, prolongada; podría, también, proyectarse en el exterior y, tal vez, con un poco de fortuna, contribuir a mantenernos en ese estado en que la “verdadera vida” sigue siendo posible, mantenernos abiertos, permeables al mundo, pero no a un mundo cualquiera: sólo en el que, a través de lo próximo y en la amistad de lo próximo, está presentido lo lejano, lo más lejano; aquel en el que, en los límites de una medida aceptada, lo sin-medida impide que nos encerremos en él y golpea como una luz inasequible, más necesaria que cualquier cosa.
Así poemas y prosas habrán florecido casi espontáneamente, y como necesariamente, en el curso de toda una vida, adaptándose a sus meandros; muy rara vez, como la emanación feliz, ligera y fresca, de sus momentos más puros, y con frecuencia como la expresión defectuosa, confusa y dura de los momentos en que la duda, la tristeza o la angustia prevalecían. Sin que por ello se dibuje en esta larga andadura -de la que no estoy orgulloso- ningún movimiento hacia lo mejor o el menor esbozo de victoria. Ya Rilke había escrito, en uno de sus Sonetos a Orfeo, que a partir de ahora, para nosotros, se trataba menos de vencer que de resistir. De soportar. Como el desafío a la bajeza que prolifera a nuestro alrededor.
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“Los poemas como pequeñas linternas en que arde aún el reflejo de otra luz.” (Nota de marzo de 1978, en La semaison.)
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Si, a pesar de todo, he querido algo, en esta vida, en este trabajo, ha sido hacer las menos trampas posibles; no ceder ni a las tentaciones de la elocuencia, ni a las seducciones del sueño, ni a los encantos del ornamento; como tampoco a las simplificaciones autoritarias del intelecto o a los falsos prestigios de los ocultismos de todo tipo. Intentar permanecer siempre lo más cerca posible de lo que se experimenta, como si hubiera, decididamente, giros, ritmos, palabras más “verdaderas” que otras; como si hubiera, a pesar de todo, una suerte de “verdad” que no sé bien qué sentido, en nosotros, detectaría igual de bien que la mentira. Y por existir esta suerte de verdad, ¿no se desprende para nosotros necesariamente una suerte de esperanza?
Philippe Jaccottet
Prólogo a Antología Personal
Foto: Philippe Jaccottet
[Ayse Yavas – Keystone]