El día a día de una madre es una campo de batalla con mil frentes abiertos. Con pequeños triunfos que saben a gloria pero también con grandes pasos atrás y errores garrafales. De esos atesoro muchos, pero también me cuelgo rápidamente las medallas de mis pequeños triunfos. Como el día en que por fin consigues salir de casa puntual y sin olvidarte nada; el día que ha marchado como la seda y sin gritos, o la noche que se come el pescado en cinco minutos.
El lunes tuvimos una pequeña victoria: por fin se durmió solo en la cuna. Me faltó tiempo para colgarme en el pecho la medalla y atribuirme el mérito, bien merecida por la santa paciencia que tuve que derrochar para quedarme sentada a su lado durante tres cuartos de hora mientras le veía dar mil y una vueltas en la cuna. El tío se daba golpitos en la cabeza para no dormirse y todo. La medalla me ha durado poco, me la arrancó del pecho la noche siguiente, cuando lo dejé en la cuna y no paró de insistir en que le cogiera. Ayer, tercera noche, volvimos a los brazos para dormir. Gané una batalla pero perdí la guerra, al menos por el momento. No voy a dejar de intentarlo, alguna noche volverá a caer dormido solo, al menos por pesada.
Enfundada en el traje de guerrera, he vuelto a otra guerra pendiente desde que nació, la de cortarle las uñas. He salido de nuevo derrotada y, encima, humillada. Porque después de estar un rato intentando cortarle una uña del pie derecho y de que me mandara a freir espárragos, el tío me sorprendió en el baño cortando las mías y no se le ocurrió otra cosa que correr a su habitación y traerme su tijerita de bebé y ayudarme. Se las sigo cortando dormido y tendré que esperar a que le entre algo más de razón para que no le dé por huir cuando me vea acercarme con las tijeras.
No me preocupo porque de peores he salido. Hablo de una de esas cacas inesperadas y que no engañan, que van de cara: vienen con una liada y punto. Nos sorprendió mientras el padre de la criatura y yo nos dábamos un homenaje al inicio de nuestras vacaciones en un restaurante. Como el plastón empezó a asomar por la espalda del peque, tuve que dejar mi plato a medias y salir corriendo al baño (si lo sé, va el padre).
Tonta de mí pensé que hasta podría haber un cambiador, pero no. Así que tuve que enfrentarme al marrón desbordante y a un niño inquieto en un baño sucio y sin apenas luz. Le quité el pañal y en el segundo que tardé en dejarlo en la papelera, el nene ya se había movido: estaba apoyado en la puerta y frotando su culete haciendo círculos. Podía haberse apoyado con la espalda, pero no, lo hizo con todo el plastón. Casi tuve que despegarlo de la puerta del baño. Y allí estaban dos marcas, como dos melocotones, de recuerdo.
Conseguí limpiarle como pude, a él y a la puerta, y salimos atropellados del baño, yo sudando, el nene descojonado de la risa y la mujer que me esperaba tras la puerta lanzándome miradas asesinas por nuestra tardanza. Así que esta batalla, la del cambio de pañal de pie, me la he ganado yo. Medallón para la señora, y esta no me la quita nadie.
¿Alguna guerra ganada este verano para contar?