17 km. He sobrevivido y he recuperado mi gorra. Si internet hace su magia y la joven pareja lee esto que sepan que les estoy muy agradecida.
Si quieres recibir estas entradas en el correo, puedes suscribirte aquí.Revista Cultura y Ocio
Escribo esto derrengada en el sofá, con los pies en alto y el ordenador en las rodillas mientras intento que no se me cierren los ojos y dormirme. Estoy reventada. Hoy hemos hecho una ruta de diecisiete kilómetros y, no voy a mentir, en algún rato he renegado de haber empezado. Las horas más duras han sido entre las dos y las cuatro de la tarde, por un sendero empinado que salvaba un desnivel de setecientos metros y un con un sol de justicia cayendo sobre nuestras cabezas. «A ver si vamos a ser nosotros los gilipollas que no hacen caso al consejo de “no realizar actividades de esfuerzo en las horas centrales del día” y aquí estamos, trepando en las horas centrales del día. Mira que como me dé un golpe de calor o, peor, un infarto... ¿Cómo llevo las pulsaciones? ¿Me siento acelerada? Papá tenía 52 cuando le dió el infarto yendo por el monte y seguro que ni por un momento pensó en que le iba a dar un infarto y morirse. ¿Y si esto es un golpe de calor? ¿Cómo se siente un golpe de calor? Lo que te pasa es que estás encabronada, ya está. Venga a dar consejos para que no se salga de casa con calor y aquí estamos, pero bueno: es que hemos salido de casa cuando no lo hacía». A pesar de ir juntos, hemos caminado casi todo el recorrido sin hablarnos. A. se cansa menos, es más liebre y su ritmo de caminata es mucho más rápido que el mío. Yo suelo ir por detrás sumergida en mis pensamientos que, hoy me he dado cuenta, no tienen ni pies ni cabeza. Me he pasado un buen rato pensando en el perfil de Sarah Jessica Parker que había leído durante el desayuno. Resulta que SJP ha montado una zapatería en su barrio y trabaja allí un par de días por semana atendiendo a la gente que va a comprarse zapatos. Me he puesto a pensar si yo iría allí a comprarme zapatos, si tendrá algo que no sea de tacón imposible y con cero utilidad. La ropa en general no me llama la atención, pero reconozco que un par de zapatos buenos, de los buenos buenos de verdad, sí que es algo en lo que invertiría. ¿Cuánto? Pues en el artículo hablaban de unos 280 €. ¿Me gastaría ese dinero en unas botas buenas? Sí, sin duda. ¿Tendrá SJP botas así pero que no sean absurdas en su zapatería? No lo sé. Luego le he dado vueltas a la putada que SJP, sin querer creo, le hace a la periodista. Resulta que la invita al Lincoln Center al estreno de un ballet con ella, y la periodista, claro, sufre porque a ver qué te pones. Es que me la imagino abriendo su armario y pensando: «¿Qué se lleva al ballet?». Y luego: «No tengo nada». Al final se pone un vestido de cocktail azul con no sé qué joya que ahora no recuerdo... y cuando llega a la cita, SJP aparece en vaqueros y con una chaqueta de punto de su marido, Matthew Broderick. ¿Qué haces ahí aparte de cagarte en SJP y toda su familia? Pues nada, aguantar estoicamente que SJP te diga todo el rato que estás guapísima y que se siente fatal y que le han dado ganas de ir a casa a cambiarse y morirte de vergüenza. Conclusión: nunca hay que ir al ballet con SJP. De ahí he pasado a pensar, aunque a lo mejor no ha sido en ese momento sino en otro, en la serie And just like that... y el despropósito que es (de esto ya escribí). «Tengo que acordarme de escribir a la DGT para que vuelvan a poner los carteles de “Peatón, en carretera, circule por su izquierda”, porque es un conocimiento que se ha perdido. Es una frase que los mayores de 40 tenemos grabada en el cerebro, pero las nuevas generaciones no la conocen porque van todos mal caminando por el arcén derecho». Otro rato lo he dedicado a pensar en dinero, en la hipoteca, el coste de la universidad, la autoescuela y la academia para la ingeniería de María. Cuando hago números siempre acabo o bien acojonada o diciendo «bueno, mira, yo que sé, ya me preocuparé más adelante». El rato en la sombra, en el bosque, he vuelto a pensar en El cazador, que por fin vimos el otro día. Es una película fantástica, de esas que se te quedan dentro. Llevo días dándole vueltas a la tristeza inmensa que rezuma desde el primer minuto y para la que no hay ni un minuto de descanso. Es una tristeza acumulativa que suma y suma y suma y no termina cuando salen los créditos. Los personajes se quedan ahí en una vida que ya no ves pero que no puedes imaginar de otra manera que no sea triste. En el paseo había manzanos silvestres, muchos. Las ramas cargadas de manzanas silvestres han llevado a mi cerebro a pensar en Antonio, un lugareño de Cicely, que el otro día me contó que él de niño, en verano, robaba manzanas de un vecino, «dos o tres, las que nos cabían en los bolsillos». El vecino se lo contó a su padre y «esa noche me zurró pero bien. A mí solo, porque mi hermano, que era más listo, ese día no apareció por casa a dormir». Antonio tiene casi 70 años y ha vivido en Cicely toda la vida. El otro día nos contó cómo iba a la escuelita que había en el pueblo a la que subían algunos niños de otras aldeas. «La profesora se llamaba Josefina; era rubia y alta, no sé cómo llegó aquí, pero aquí no había ningún mozo, así que yo la sacaba a bailar en las fiestas. Ya ves tú, yo tenía once años. No sé qué sería de ella». Hoy en el paseo yo iba sin mochila, con bastón y unas zapatillas que tienen catorce años pero que son «de montaña». Mientras trepaba y trepaba, con el sol martilleándome la cabeza, también pensaba, como me pasa siempre aquí, en cuando estos caminos que ahora recorro por ocio se recorrían para ir a hacer recados. Bajar al pueblo a comprar o a ver al médico o a lo que fuera suponía horas de caminata en alpargatas o zapatos de cuero muy pesados y, muchas veces, implicaba acarrear peso de un lado para otro. ¿Cómo sería? «Yo no sería capaz de llevar ahora mismo una cesta con huevos o con verduras o lo que fuera». Sí, sí que sería capaz, claro que podría. Esta idea me ha lanzado a una reflexión sobre cómo utilizamos el «yo no puedo» cuando en realidad queremos decir «yo no quiero». Si tuvieras que cargar con tus hijos 20 km por un sendero de montaña por la razón que fuera podrías hacerlo; lo harías aunque obviamente prefieres no tener que hacerlo. En el paseo he perdido la gorra que me compré el año pasado en Mount Baker (que, por cierto, también sale en El cazador). A. ha vuelto atrás para ver si la encontraba y una pareja le ha dicho que la habían encontrado y la habían dejado en un puesto, que como luego volverían por el mismo sitio la recogerían y la dejarían en la gasolinera del valle. No sabía si eso ocurriría o no, así que también he pasado un buen rato pensando en el apego a los objetos. Me daba pena haber perdido la gorra, pero me decía a mí misma: «¿Qué más da? Es solo una gorra. Sí, pero es una gorra que te compraste en el viaje de tu vida, en un sitio al que puede que no vuelvas jamás y que te servía de recuerdo de esos días. Bueno, pero los recuerdos los tengo, no pasa nada. Es mejor no apegarse a las cosas. ¿A qué cosas tengo yo apego? A casi nada. Mentira, sí tengo apego a cosas. Por ejemplo a algunas casas: acuérdate que el otro día te despertaste sudando en una pesadilla porque la casa de Los Molinos se vendía sin darte oportunidad de comprarla ni de hacer nada con ella. Bueno, sí, pero esto es una gorra: no pasa nada». He dedicado un buen rato también al dilema de si cuando alguien se comporta como un completo cretino lo más inteligente es ignorarle o seguir tratándolo como si fuera un adulto funcional. No porque vaya a cambiar, sino porque exige menos esfuerzo. Caer en discutirle la cretinez es cansado y no funciona casi nunca. «¿Y la camisa que llevo? ¿Cuántos años tiene? ¿15? ¿Le gustará a María?». Hemos comido en una de las pocas sombras del camino y hemos bebido agua fresca en un par de fuentes y hemos hablado muy poco. A. me ha ido esperando todo el camino, a cada rato se paraba en una sombra para comprobar que yo seguía detrás, a mi ritmo. A lo mejor sus pensamientos han sido más interesantes que los míos. A lo mejor se paraba para comprobar que no me daba un infarto. «Menos mal que me he dado crema, al menos no me quemaré».