En 2001 Alex Kerr escribió “Perros y dragones. La caída del Japón moderno”. El libro es una disección de la sociedad japonesa moderna y da todas las malas noticias que los libros al uso sobre Japón no quieren dar. El propio Kerr explica porqué no hay más occidentales escribiendo libros como el suyo: “Una de las cuestiones más fascinantes sobre Japón como campo de estudio es el profundo compromiso, rayano con laconvicción religiosa, que a menudo experimentan los expertos extranjeros…” Cuando uno de esos expertos escribe sobre el aspecto de Japón que le atrae, se centra sobre los aspectos positivos y se olvida del elefante que tiene en el cuarto. En buena medida les mueve la pasión. No desean contar los lados menos bonitos. También les mueven motivaciones menos confesables: “Mientras que la dedicación de los miembros del Club del Crisantemo [nombre que algunos libros han dado a ese tipo de expertos] a Japón a menudo es genuina, también es verdad que muchos de ellos les deben las habichuelas [una imagen más correcta aquí sería el sashimi] a Japón. Fuera la propaganda puede ser muy provechosa, especialmente para los lobistas de Washington y los académicos de la Liga Ivy…” ¿Y cuál es la verdad que no nos suelen contar los libros? Kerr la desgrana a lo largo de 385 páginas que no están hechas para almas delicadas o japanófilos de pro, que no hayan vivido en Japón.
Las dos grandes causas de los males japoneses son, para Kerr, la educación y el Estado burocrático.
Empecemos por la educación. El Japón tradicional tenía elementos que habrían sido la envidia de cualquier Mao Zedong: el miedo a decir lo que se piensa, la lealtad al superior y la exaltación del autosacrificio. La Revolución Meiji eliminó las vías de escape que la sociedad feudal tradicional dejaba y utilizó todas las herramientas de la modernidad (libros de texto, uniformes para los estudiantes, marcar el paso en las escuelas…) para producir seres humanos estandarizados y obedientes. Un psiquiatra japonés, el doctor Miyamoto Masao, ha descrito el sistema educativo japonés como el lugar donde se castra a los niños para que sean dóciles y fácilmente controlables.
Algunas de las lecciones impartidas a los niños son: 1) La importancia de moverse al unísono. Es preferible que los parvulitos hagan ejercicio conforme a una tabla dictada por el profesor, que no corriendo por el patio a sus anchas; 2) Es un delito ser diferente; 3) La importancia de pertenecer a un grupo. Los estudiantes son asignados a un “kumi” o grupo, con el que juegan, estudian y comen al mediodía. El “kumi” crea la mentalidad de “ellos y nosotros” y el miedo a no pertenecer a un “kumi”, con lo que el niño hará cualquier cosa para integrarse en su “kumi”, aun a costa de su individualidad; 4) Desconfianza hacia lo extranjero. Kerr menciona el siguiente ejemplo de un libro de texto: “Productos químicos prohibidos en nuestro país se han utilizado en algunos de los alimentos importados del extranjero. Sería terrible que productos químicos dañinos para los humanos se quedasen en la comida.”; 5) El valor formativo del sufrimiento. Kerr menciona reglas absurdas, que sólo sirven para producir incomodidad a los estudiantes y que tienen la finalidad de mostrarles que la vida es dura; 6) Importancia de la armonía, aunque cuando los japoneses hablan de armonía en realidad están queriendo decir uniformidad. Se penalizan los trajes o los peinados que se salen de la norma. De hecho lo normal es que los niños deban ir uniformados; 7) Aceptación de la violencia. El deseo de pertenecer al grupo es una invitación a matonear a todos los que sean diferentes, una lacra de las escuelas japonesas que los profesores no tratan realmente de atajar. Un testimonio que cuenta Kerr: “Un matiz extraño en el habla o en la apariencia bastan para invitar al ostracismo y en una sociedad donde la conformidad lo es todo, ningún estigma pesa más que el de ser diferente. Demasiado gordo o demasiado bajo, demasiado listo o demasiado torpe- todos son blancos apetitosos…” Más tarde, cuando el estudiante entra en el instituto se añade otra lección: que no tenga tiempo libre para dedicarlo a sus aficiones.
De pronto toda esa presión cesa cuando los estudiantes entran en las universidades, para las que Kerr reserva frases como: “… la educación universitaria importa tan poco para su futuro…”; “… la educación superior (…) parece tan alejada de las prioridades de la sociedad japonesa”; “La Universidad de Tokio (Todai), lo más de lo más de la élite, es un desastre académico para los estándares europeos o americanos. Los licenciados de Todai hacen pocas contribuciones importantes al mundo académico o tecnológico…” Los años universitarios son un agradable paréntesis mientras uno espera que lo reclute una empresa privada o la Administración. La razón para Kerr es muy simple: para cuando el estudiante ha cumplido 18 y entra en la universidad, el sistema educativo ya lo ha convertido en lo que quería: un autómata que a todo diga amén. Kerr resume la situación en una frase: “… el sistema educativo japonés de posguerra está convirtiendo a los japoneses en niños.”
¿Cómo es una sociedad que se ha educado en ese sistema? El autor Nakano Kiyotsugu la describe de esta manera: “… reglas invisibles han crecido por todas partes. El estilo de vida, las relaciones humanas, el vestido, la conducta- cada uno de éstos está metido en un armazón. (…) Ninguna de esas reglas está requerida por ley, pero nadie osa desobedecerles o será aherrojado por el grupo.” Kerr ilustra esto con un ejemplo trivial: la pertenencia a un grupo de madres que llevan todas las tardes a sus hijos al mismo parque. Éste es un tema lo suficientemente grave como para que en 1996 se publicara el libro “Debut en el parque” para enseñar a las nuevas madres cómo comportarse en el parque. Uno de sus consejos más señalados es que se acomoden a la jerarquía que haya en el grupo, como si en Japón hubiera alternativas. Una vez aceptadas, podrán participar en las actividades que organice el grupo y disfrutar de más jerarquía, uniformidad y matoneo, porque siempre hay alguna oveja negra a la que hay que dar una lección. ¿Y sus maridos? ¡Qué más da! Salen de casa a las siete y regresan a las once de la noche. Los fines de semana es más posible que no, que la empresa haya organizado divertidas actividades para crear espíritu de equipo y tocar las pelotas.
La otra gran lacra de Japón es la burocracia. Kerr ironiza un poco sobre los admiradores occidentales que creen que Japón ha encontrado la piedra filosofal de una burocracia eficiente y no corrupta. Algunos de esos ditirambos son: “Los funcionarios japoneses disfrutan de la ventaja inatacable de un alto nivel de ética (…) Se juzgará sus acciones sólo en términos de cuánto sirvieron al interés nacional global. Su objetivo es lograr la mayor felicidad para el mayor número de personas. Además, miran a muy largo plazo, tratando de representar los intereses no sólo de los japoneses de hoy, sino también de las generaciones futuras.” (Eamonn Fingletonn). ¿A que suena bonito? Ya me gustaría vivir en un país con unos funcionarios así. Desgraciadamente también les gustaría a los japoneses.
La realidad es muy distinta. Los Ministerios funcionan como reinos aparte de la política, sin ningún control ni por los medios de comunicación, mezcla de paniaguados y acojonados, incapaces de sacar temas controvertidos, ni por la sociedad civil, escasamente movilizada. Los funcionarios controlan la sociedad. Al retirarse, pasan al comité de dirección de compañías con las que han estado en contacto y a las que han estado sirviendo durante su servicio activo. Así se genera un sistema perverso en el que las compañías aceitan a los funcionarios para que sirvan sus intereses, con la promesa de que un día les darán un empleo bien pagado y los funcionarios velan desde sus puestos burocráticos por los intereses de esas compañías. Nadie controla esos apaños, porque ningún burócrata quiere dar la voz de alarma y que se acabe el chollo. Otros funcionarios terminan sus carreras en consejos asesores del gobierno o en asociaciones industriales encargadas de establecer los estándares en los distintos sectores de la economía. Puede imaginarse el entusiasmo que ponen a esa tarea. Casi el mismo que ponen las empresas en “motivarles” para que no cambien nada en contra de sus intereses.
Un elemento clave del poder funcionarial es la existencia de reglamentos para todo. Kerr lo ejemplifica con el caso de los clubes deportivos, que aparecieron en los años 80. El Ministerio de Sanidad y Bienestar y el de Educación vieron al momento una nueva oportunidad para enriquecerse. El Ministerio de Sanidad creó la Fundación para las Actividades que Promueven la Salud y la Fuerza Física y estableció dos categorías profesionales: los guías de ejercicios saludables y los guías para la práctica de ejercicios saludables. A continuación los Ministerios de Sanidad y de Educación crearon la Federación de Deportes y Salud de Japón que otorgaba las licencias para la primera categoría. La Asociación de Buena Forma y Aerobics de Japón (Ministerio de Sanidad) concedía las licencias para la segunda de las categorías. Picado, el Ministerio de Educación creó la Asociación de Gimnasia de Japón que daba diplomas de Programador Deportivo de Primer y de Segundo Nivel (90.000 y 500.000 yenes respectivamente). Por si al candidato a profesor de gimnasia le queda aún dinero en el bolsillo, la Asociación Central para la Prevención de las Incapacidades Laborales le obliga a tomar un cursillo de veinte días (170.000 yenes). Así que si a alguien le parecen caras las clases de aerobics en Japón ya sabe el motivo: el profesor tiene que resarcirse.
La ironía es que, a pesar de tantas regulaciones, las empresas hacen lo que les da la gana sin que nadie las controle. El restaurante de noodles de la esquina necesita tener sus permisos y licencias por triplicado, pero si la fábrica de las afueras echa vertidos tóxicos al río, no pasa nada. La cadena de supermercados Daiei necesitaba dos permisos distintos si quería vender hamburguesas y perritos calientes separados en distintos puntos de sus tiendas, pero la ley que fija los estándares para el procesamiento de la carne data de 1904.
Yahvé necesitó siete plagas para poner a los egipcios de rodillas, pero parece que los japoneses se las arreglan muy bien con sólo dos. ¿Cómo es una sociedad que padece esa educación y esa burocracia? Es una sociedad que está destruyendo su medio ambiente a pasos agigantados. La combinación de presupuestos que gastar y la fuerza del lobby de la construcción se ha traducido en una profusión de infraestructuras inútiles que han destruido el paisaje japonés (Kerr se encarga de desmontar el mito del japonés que ama la naturaleza y vive en comunión con ella). Es una sociedad con una burbuja colosal que estalló en 1990 y en cuya formación coincidieron la codicia, la colusión entre loshombres de negocios y los burócratas que debían controlarlos, las cuentas amañadas sobre las que se hacía la vista gorda y una ingeniería financiera que se había quedado desfasada con respecto a la de otros países (esto realmente no sé si es malo, pero téngase en cuenta que el libro de Kerr es anterior a la crisis que empezó en 2007). Es una sociedad donde la información se oculta, porque se prefiere la apariencia a los hechos feos. Es una sociedad cuya tecnología se está quedando atrás, no hay que engañarse porque a los japoneses se les den bien los videojuegos y los robots; en muchísimos campos (medicina, energías alternativas…) se han quedado atrás. Es una sociedad que ha destruido los barrios tradicionales de sus ciudades, que habían sobrevivido a la II Guerra Mundial, para construir rascacielos sin ningún gusto. Es una sociedad cuya filmografía está en decadencia y ha dejado de tener relevancia internacional desde los años ochenta. Es una sociedad cuyos cerebros más creativos y brillantes se expatrían en cuanto pueden.
Y termino con una curiosidad: porqué Kerr llamó al libro “Perros y dragones”. El título proviene de una historia china. Un emperador le preguntó a un artista qué era lo más fácil y lo más difícil que pintar. El artista respondió que lo más difícil era pintar un perro y lo más fácil un dragón. Todo el mundo sabe lo que es un perro y pintar un perro que salga natural y como los de verdad es muy difícil. En cambio, uno puede pintar el dragón como le salga de los mismísimos. Con las sociedades ocurre igual. Dejarlas que evolucionen a su aire, con pocas y muy medidas intervenciones, es lo difícil. Lo fácil es ponerse a hacer ingeniería social.