Resulta a veces doloroso comprobar cómo una película tira por tierra todo su potencial y se contenta con ofrecer unas pocas viñetas de acción, cómo renuncia al intento de satisfacer a un público preparado, exigente y ambicioso, para contentar a la masa ansiosa de pasatiempos olvidables, a los consumidores de películas. La británica Evasión en Atenea (Escape to Athena, 1979) es un ejemplo palmario de ello; no en vano, a sus mandos está George Pan Cosmatos, que, después de apuntarse un buen tanto comercial (que no artístico, más allá de su excelso reparto) con la superproducción europea El puente de Casandra (The Cassandra crossing, 1976), se embarcaría en las secuelas de las producciones de tiros, musculitos de clembuterol y violencia gratuita de las cintas de Stallone en los años 80. Pero antes “estropeó” esta producción británica que ofrece mucho menos de lo esperado -sin llegar, eso sí, a ser un horror- a pesar del interesante reparto y de lo que podría haber dado de sí el guión de Richard Lochte y Edward Anhalt.
Y la cosa no empieza mal, pero no tarda en torcerse hasta desmoronarse por completo al término de sus 106 minutos. Nos encontramos con unos planos aéreos de una isla, de inmediato identificada como perteneciente al Mediterráneo, pista que, completada por la banda sonora con ecos griegos a lo Zorba compuesta por Lalo Schifrin, nos lleva directamente al Mar Egeo. Desde el cielo comprobamos su perfil y, acercándonos poco a poco, no sólo contemplamos una especie de gigantesca excavación arqueológica, sino también una serie de barracones y alambradas más propias de un campo de prisioneros, extremo que se confirma cuando se muestra en lo alto de un mástil una roja bandera nazi. Estamos en Grecia, por tanto, durante la Segunda Guerra Mundial, y ya cerca de su fin, en 1944. De ahí la cámara se mueve, siempre en plano aéreo, hasta un conglomerado de casas encaladas desperdigadas por una geografía accidentada, rocosa, y a una fila de lugareños que son retenidos contra la pared por un pelotón de soldados alemanes. La fuga de uno de los cautivos y su persecución por las estrechas callejas del pueblo nos conduce hasta unos baños, donde son capturados dos prisioneros de guerra fugados, el americano Nat Judson (Richard Roundtree) y el italiano Bruno Rotelli (el cantante Sonny Bono, ex de Cher). Su detención nos lleva al interior del campo y al meollo de la película: el comandante Otto Hecht (Roger Moore) dirige una especie de excavación privada con ayuda del profesor Blake (David Niven), un prisionero de guerra británico trasladado desde otro campo para ese fin. Hecht no es ningún tonto: sabe que la guerra está perdida y, mientras envía a Berlín las piezas de menor valor, desvía los hallazgos arqueológicos más interesantes hacia su propia colección, con la cual espera gozar de un retiro tranquilo al final de la contienda. Sus planes, sin embargo, van a verse truncados muy pronto: Blake, Judson y Rotelli han concertado un plan con el líder de la resistencia, Zeno (Telly Savalas) y su ayudante y amante, Eleana (Claudia Cardinale), la dueña del prostíbulo del pueblo al que van a “desahogarse” los mandos y soldados alemanes, para hacerse con el control, primero del campo, y luego de la isla, con el fin de apoyar la invasión británica del país. El momento escogido será el espectáculo de variedades (destape incluido) que dos americanos apresados, Dottie Del Mar (Stefanie Powers) y su representante Charlie (Elliott Gould, toda una estrella en los años setenta) van a realizar para los nazis en el campo. Sin embargo, dos circunstancias vienen a complicar el plan: la primera, la presencia de un submarino alemán en los alrededores; la segunda, la ambición que en algunos de los implicados en el plan despierta el conocimiento de que el monasterio ortodoxo que hay en las montañas de la isla esconde (además de un secreto militar) fabulosas riquezas en oro y plata de eras pasadas.
El planteamiento se ve inmediatamente truncado por la voluntad de Cosmatos de ofrecer un producto “de guerra” algo atípico, un híbrido de comedia y de película de comandos culminado por dos exabruptos fílmicos anticlimáticos que, especialmente el segundo, bordean el absurdo. Sin embargo, algunos detalles estimables muy anteriores a eso permiten disfrutar parcialmente de esta película irregular y de factura algo precaria (al menos en la mayoría de las copias que circulan por ahí: problemas de encuadre y de colores desvaídos, fallos de montaje y falta de respeto, en las copias de DVD, del formato de pantalla original). En primer lugar, el propio entorno de la cinta, el paisaje rural y urbano de una isla griega, bien insertado en la acción y estupendamente utilizado como recurso cinematográfico. A continuación, el reparto, si bien pocos personajes son retratados como algo más que meras perchas, pretextos para la acción, con tres notables excepciones: Zeno, el líder griego contradictorio, violento, algo irreflexivo y, finalmente, con un “patriotismo” muy particular; Hecht, el comandante nazi, un tipo que es más arqueólogo y mujeriego que castrense; y, sobre todo, Charlie, el artista, que no es más que un vividor, un egoísta y un embaucador (de origen judío, además, rodeado de nazis) que encuentra en el monasterio su motivo de guerra personal. Él protagoniza el momento de acción más logrado: la persecución en moto por los estrechos callejones y plazas del pueblo; si resulta absurdo que sea un agente artístico el que es capaz de perseguir a un motociclista alemán con su moto con sidecar al nivel en que lo hace, no es menos cierto que Cosmatos se marca una secuencia de persecución superlativa. Menos afortunada es la heroica intervención submarina de Dottie Del Mar (nunca mejor dicho), que no hay quien se la crea. Al margen de ello, la trama y las batallas vienen salpicadas por esporádicos brotes de humor, algunos más afortunados que otros (entre los primeros, las sarcásticas observaciones de Charlie), el mejor de los cuales es el divertido cameo de William Holden, que dibuja una sonrisa algo amarga, dado que es evidente su estado demacrado, envejecido, acabado (murió apenas dos años más tarde).
La película opta de esta manera por la vía rápida y fácil, dejando de lado toda cuestión que vaya más allá de la imitación de fórmulas cinematográficas ya un tanto pasadas de moda, como era el cine de comandos situado en la Segunda Guerra Mundial. Nada se dice, aparte de la presentación inicial, sobre, por ejemplo, el fenómeno del expolio, de cómo los países ocupantes de determinados territorios aprovechaban la colonización para vaciarlos de objetos artísticos, históricos y arqueológicos, no sólo Alemania, ni mucho menos, sino cualquier otro país con vocación imperial, con especial mención al Imperio Británico, que se ha distinguido durante siglos por el robo organizado del pasado de un buen puñado de naciones y culturas. La cinta tampoco contribuye en nada a explicar el complejo fenómeno de la resistencia griega contra los nazis (algo de lo que al parecer tampoco han oído hablar los criminales de Amanecer Dorado), que, como en el caso de Yugoslavia, se hallaba dividida entre comunistas y monárquicos, y que más allá del enfrentamiento con los alemanes se encontraba en fase de pre-guerra civil (finalmente, en un pacto entre Stalin y Churchill se dividieron las áreas de influencia: los británicos renunciaban a apoyar a los partisanos yugoslavos para que Stalin encumbrara a Tito, mientras que los soviéticos se comprometían a abandonar a su suerte a las guerrillas comunistas griegas, las más activas y exitosas contra los nazis), y que en el caso de Grecia cristalizaría décadas más tarde en el llamado “Golpe de los coroneles” y la expulsión de la familia real griega del país (una familia real muy poco griega, de origen alemán, además, y de tercera clase aristocrática, puesta allí a dedo por los británicos cuando Grecia se independizó del Imperio Otomano, y que no tenían nada que ver con el país, ni antes ni después) y la instauración de la república, hecho este apoyado por una inmensa mayoría de ciudadanos griegos que no quiere saber nada de la reina Sofía, la cual se buscó las judías mucho antes, cuando vio venir el percal, gracias a los tontos útiles de España.
Poco ofrece la película más allá de las secuencias de acción, los rostros conocidos, algunos apuntes de acción y un par de momentos realmente bochornosos, como el sirtaki que se marcan la Cardinale (en plenitud del atractivo de su madurez) y Savalas o, especialmente, el final, cuando Cosmatos introduce un salto temporal de treinta años largos y la isla se ve inundada de autocares de turistas que, acompañados de una sintonía machacona y taladrante, visitan el antiguo prostíbulo, convertido en museo expositor de las ricas piezas de oro y plata del monasterio ortodoxo.
Con un visionado, más que suficiente.