Revista Música

Pink Floyd

Publicado el 24 febrero 2011 por Cortestomas
Pink FloydThe Final Cut - Pink Floyd (1983)
El ego es de lo que están hechos los rascacielos, y las naves espaciales. Es las ganas de grandeza, la conciencia de la propia grandeza la que descubre mundos (o continentes) la que subyuga sociedades, pueblos, que mata, corrompe, aliena y destruye. También es el ego el que cura enfermedades y escala montañas y atraviesa mares que duran mil vidas de hombres menores. Ego es de lo que están hechas las obras de arte desde que el primer dinosaurio escupió plumas de su piel para levantarse más dinosaurias.

Roger Waters es ego. Ya desde reemplazar al jefe y frontman de su banda (cuando él era solo un miembro más) en el segundo disco por un pelele nuevo hasta escribir un disco doble todo todito sobre sus demonios y neurosisis, solo para condimentarlo con una película (que se parecen a la arquitectura en muchas cosas, pero más que nada en la voluntad absurda y egoísta que demandan), y un show en vivo de tan inmenso despliegue que solo pudo reproducirse 4 veces y que además incluía (giraba al rededor de) la construcción de una pared gigante entre los artístas y su público, de cierta manera cagándose magistralmente en la música toda, y en su origen ritual, social y comunal (Parentesis: es a través de, de nuevo, la arquitectura, que la banda se separa, dice, no queridos, no se confundan, puede que estemos todos juntos en este lugar, pero ustedes son ustedes y nosotros somos nosotros y ustedes nunca van a ser nosotros).

Algo que también hace el ego es esconder las inseguridades, negar los miedos. El ego empuja a tristes e inseguros gusanos a conectar con el alma del universo y hacerle parir hermosas instancias que antes no existían. O no. Y además, con toda su fanfarria, su gallardía y sus inmesurables proezas, no hace nada para eliminar las tristezas que lo hicieron nacer, los miedos que reclamaron esa compensación tan grande.



The Final Cut es un disco inmensamente deprimente y triste. Y bello. Nunca tan aclamado (ni relevante) como joyas anteriores de Pink Floyd, The Final Cut está infinitamente minado por la tristeza, por la insatisfacción, por la maravillosa cotidianidad del ego: su imprecisable, inatrapable y casi transparente tristeza que se deposita sobre todos los segundos de todos los días, mientras las manos alquimizan el aire y lo hacen magia y las gargantas gritan y conectan con mil millones de almas anonimas. Enteramente compuesto por Roger Waters, grabado en total separación, absolutamente distinto a la fraternidad que una banda presupone, este disco es funerario en su entereza. Tomando como tema central la guerra (la segunda, donde waters perdió a su padre y que, por suerte para nosotros le trajo "the fletcher memorial home"; la de las malvinas, contemporanea y altamente moldeadora del sentimiento general del disco, además de partera de la gran linea "galtieri took the union jack"; la nuclear a la que se hace referencia en "Two suns on the sunset"; la social; la económica... en realidad nunca se entiende muy bien ni importa), como materia prima algunos tracks descartados para The Wall, como intención conceptual continuar o complementar la historia del disco anterior, Waters despacha un disco que hace cosas altamente raras.
Podemos señalar el arte de tapa, austero, mudo, codificado, diseñado por waters a partir de insignias militares inglesas, medallas, fotos sacadas por su cuñado. Oscuro y poco en cantidad, y trabajando una estética que no se parece a la de ningún otro disco.
O la música, que es lo que importa. Es acá donde todo es extraño. La nave insignia del space rock parece olvidarse de la psicodelia, aterrizar (estrellarse) de cabeza en un campo de batalla, hundirse en el barro y la neurosis silenciosa, y pararse contra ella apenas con un piano (instrumento que parece ser el guía esta vez) y un montón de recuerdos asesinos. Olvidense de la histeria estruendosa y rockerísima con la que cierra de Wall, ni piensen en la mucosa cósmica que compone el Dark Side y Meddle, o de las épicas deserticas y arrepentidas de Wish You Were Here. Si tuvieramos que encontrar un parentesco sonoro (y visual, nunca podemos olvidar lo visual cuando se trata de Pink Floyd), quizás deberíamos remitirnos a Animals, aunque si allá las (tres) canciones, con toda su furía satírica y política se estructuraban como imposibles (de nuevo) rascacielos, montañas de manos humanas, de infinitos minutos de duración, de rabía fundida en solos asesinos de guitarra o pasajes de sintetizadores que abrían portales a todas las partes del universo que no son nuestras, acá, en the Final Cut, en cambio, las piezas son pequeñas, cortas, de una (falsa) simpleza en la que no podemos creer, conociendo a estos muchachos. El tratamiento es low key, las metáforas declamatorias y tajantes de Waters ahora nos llegan susurradas, escondidas entre los teclados de Micheal Kamen (que estaba ahí reemplazando a Richard Wright) y los arreglos de orquesta, el silencio absoluto de Guilmor (su única participación cantada, en la genial Not Now John presenta toda su ira, toda la infelicidad que años de historias y entrevistas y rumores y boludeces nos aseguran que existía en esos días dentro de Pink Floyd), los efectos sonoros que dan elegante paso a esos tristes violines con que abre la segunda parte del disco (la ya mencionada "Get your filthy hands of my desert"), los epifánicos bronces de "When the tigers broke free", que, aunque bonus track, se mantiene como quizás el momento más catartico y honesto del disco. un triste niño ingles, lleno de dinero y fama canta sobre la muerte de su padre el heroe de guerra, y acá donde el ego dispara, despertando su magia, su brillante evolución y felicidad que nace de dentro de todas las cosas que somos y convierte la más profunda tristeza en linda linda música.

No perdemos nada, ni yo ni el disco, al decir que este NO es el mejor disco de Pink Floyd, así como está, cansado, ya algo influenciado (aunque no de forma tan notable) por la decada que, aun jovencita le daba nacimiento, con sus vicios de artista cristalizado. Y sin embargo, tampoco perdemos nada al decir que la intranquilidad de "The hero's return" atraviesa los años, el polvo y la pedantería y choca bien adentro de uno, o que la preciosa melancolía que despierta el disco entero es de la más bella tristeza a la que uno se puede entregar. Y siempre llena, sacá una sonrisa, la tristeza que es esa cosa que conocemos y queremos porque suele estar ahí con nosotros, siempre.
Artistas similares: Roger Waters, Led Zeppelin, The Doors, King Crimson, Camel
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