Milos miró alrededor. Estaba en la plaza central del asentamiento. Todo el mundo estaba muy excitado y con enormes sonrisas en la cara, así que Milos lo adivinó antes de que su hermana se lo dijera
– Ha llegado el correo ¿No?
Ella asintió y se fue, reclamada por sus amigas. Obviamente no había llegado el correo. Era una expresión que utilizaban habitualmente para referirse a que habían recibido alguna transmisión importante. Tenían una antena parabólica para recibir las señales de satélite. Lo malo era que la señal solo era nítida durante las cuatro horas del mediodía. Eso hacía que la comunicación fuera epistolar.
La alegría de toda la familia respondía al hecho de que se acercaba la feria anual que celebraban los Brander. Cada año, un mes antes de que se celebrara, enviaban una pomposa invitación.
Esto suponía tiempos revueltos para Milos. Hasta el momento siempre habían puesto excusas para no dejarlo ir. La verdadera razón, era que la familia se avergonzaba de tener un descendiente tan enclenque, pero este año, estaba decidido a ir, costara lo que costase.
Las historias que le habían contado sus primos y hermanos, eran basicamente de ligues y borracheras. Las que contaban los adultos, eran de tratos cerrados, negocios e intercambios. Esto suponía también, un montón de trabajo. Había que ir a los prados y recoger a las mejores reses para llevarlas al mercado. Además, había que sacar toda la cosecha y cargarla en los remolques.
Esto para la mayoría. Para Milos suponía hacer inventario, comprobar que repuestos hacían falta y asegurarse de que los tractores y camiones no se averiarían por el camino.
Vio que sus padres entraban en su casa y los siguió, con el estomago rugiendo.
– ¿Ya te has enterado? – Le preguntó su padre a Milos cuando entró por la puerta
– ¿Tú que crees? – Le respondió.
– Vale, vale. Anda, ayúdame a poner la mesa.
– Este año voy a ir – Afirmó tajante Milos.
– ¡Milos! – Le interpeló su madre – No empieces. Ya lo decidiremos. Sabes que alguien se tiene que quedar aquí.
– ¡Si no me dejáis ir, es porque os avergonzáis de mí! – gritó Milos.
– Milos, no empieces. Esta discusión se ha terminado. El consejo de la familia decidirá quien va y quien no. Habla con el abuelo y que te ayude él con su voto. Es el familiar más cercano en el consejo.
Su padre, como siempre, hablaba con la voz de la razón. Se acercó a la mesa y comenzó a colocar los cubiertos. Pronto llegaron sus hermanos y todo se convirtió en un guirigay de conversaciones excitadas. Soñando en que se iban a comprar, que se iban a poner y a quien iban a conocer.
Cuando acabaron de comer, su madre se levantó para servir el café.
– Menos mal que se acerca la feria, nos estábamos quedando sin café.
– Pues ya sabes – Respondió su padre – Añádelo a la lista.
Todo el mundo tenía que hacer una lista de las cosas que necesitaban para ese año. Luego, se entregaban al consejo que las ordenaba por orden de prioridad. Solo se podría comprar lo más indispensable. No eran una familia rica.
– A propósito, el tío Rupert me ha pedido que mañana le mande a alguien a ayudarle a reunir a las reses jóvenes – Dijo su padre – ¿Quién quiere ir?
Enseguida María y Martín levantaron la mano. Sería un trabajo duro, pero estarían fuera un par de días en las montañas. Hasta a Milos le gustaría eso.
– Lucinda, ya sabes lo que nos toca a nosotras ¿no? – Preguntó su madre.
Lucinda respondió malhumorada:
– Lavar, doblar y empaquetar.
Ellas trabajaban en los telares, convirtiendo la lana de bisonte en gruesas telas. Un trabajo aburrido, por lo que parecía.
Milos, decidió que era el momento de retirarse, no fuera a ser que le mandaran algún trabajo extra.
– Bueno, yo me tengo que ir a ver al tío Albert. Nos espera un mes ocupado.
Salió de su casa y se dirigió al taller del tío Albert. Era, por decirlo de algún modo, su maestro. Le había enseñado a hacer casi todas las chapuzas que conocía. Él decía que lo había hecho porque estaba saturado de trabajo, pero Milos sabía que la verdadera razón era que se había apiadado de él, y quería convertirlo en alguien útil.
Cuando Milos llegó al taller de Albert, se lo encontró ya haciendo su lista.
– ¡Oh Milos! Te estaba esperando. ¡Tenemos montañas de trabajo sin hacer!
– Lo se tío ¿Por dónde empezamos?
– He pensado que nos dividiremos. Ya tienes dieciséis años y sabes arreglártelas solo. Además, así avanzaremos el doble de rápido.
– De acuerdo, entonces ¿Por donde empiezo?
– Pues he pensado que yo voy a desmontar pieza por pieza el generador roñoso que tenemos ahí abajo. Como necesite alguna pieza nueva y no nos demos cuenta, vamos a pasar un invierno gélido ¿Qué te parece si tú le echas un vistazo a los dos cañones láser? Revísalos y luego pega un par de tiros al aire para asegurarte de que funcionan.
– Ya entiendo, tú lo que quieres es endosarle el peor trabajo a tu desvalido y joven sobrino – Le respondió Milos, riendose entre dientes. Él y su tío se pasaban el día gastándose bromas del estilo.
– Niño perezoso… Pues preparate para mañana, nos toca revisión integral de todos los tractores.
A Milos le dio vértigo. Revisar los tractores era de los peores trabajos. No solo por la complejidad del trabajo, si no también por tener a todo el mundo protestando alrededor por no poder usar su tractor ese día.
Milos y Albert se despidieron. Salieron del taller cargados de herramientas y se separaron. Milos, subió a la azotea del tercer anillo de edificaciones, donde estaban situados los cañones láser. Se puso a desatornillar la carcasa exterior y dejó la mente en blanco. Desmontar el complicado sistema de los láser iba a absorber toda su atención.
Silvestre Santé