Pirineo Aragonés, el paraíso triste
Mi visión sobre el Pirineo Aragonés es la de un lugar idílico, esculpido por una naturaleza salvaje y exuberante que nos brinda paisajes de una belleza sobrecogedora e inolvidable. Es la visión de quien ha veraneado allí un par de semanas, rodeado de bosques, ríos y montañas, durante treinta años. Reconozco, pues, que no es un punto de vista objetivo. Sólo conozco lo bueno. Yo no he sufrido las inclemencias de una naturaleza embelesadora, pero también implacable. Las tormentas de verano guarecido en una pequeña tienda de campaña o las caminatas bajando desde Marboré a la pradera de Pineta bajo una intensa granizada las recuerdo como emocionantes aventuras.
Siento tal agradecimiento a esos veranos en lo que para mí es el paraíso, que mi primera novela, El viaje de Pau, está ambientada en aquellos valles, pueblos y montañas. Lugares que, sin embargo, también han sido escenario de historias terribles. Como la Bolsa de Bielsa, el episodio de la Guerra Civil que constituye el argumento principal del libro.
Severino Pallaruelo también escribe sobre el Pirineo Aragonés, pero lo hace desde la autoridad que confiere ser parte de él, desde el conocimiento en primera persona de su belleza, pero también de su crudeza. Nacido en la aldea de Puyarruego, a camino entre Aínsa y Bielsa, y erigida sobre un pequeño promontorio desde el que se divisan las imponentes moles de Monte Perdido, Cilindro de Marboré y Soum de Ramond –las Treserols, como las conocen los lugareños–, Pallaruelo recoge en Pirineos, tristes montes (Xordica Editorial) las historias a menudo desesperanzadoras, trágicas incluso, de quienes han quedado marcados por aquella tierra que es sobre todo roca. Marcados no por su belleza, sino por su austeridad implacable, por las duras condiciones de una vida carente por completo de comodidades. Un contexto en el que la palabra supervivencia adquiere todo su significado.
Hoy en día poco queda de aquel Pirineo aislado del resto del mundo, en el que sus habitantes exprimían los recursos a su alcance para llevar una existencia que a ojos de la modernidad consideraríamos indigna. Las condiciones de vida actuales son mucho más benignas, de manera que las penurias pasadas forman parte del recuerdo. Un recuerdo que conviene no olvidar, y por eso valoro tanto la obra de este profesor de Historia, toda una autoridad en la investigación etnológica pirenaica, que ejerce en el instituto de Sabiñánigo, y que, por cierto, acaba de publicar Ruido de zuecos, una novela ambientada, cómo no, en el Pirineo Aragonés.
Pirineos, tristes montes, publicada por primera vez en 1990, es una de sus obras más reconocidas. En ella encontramos un compendio de vivencias personales, algunas; sabidas, otras. Todas con un inconfundible sabor a Pirineo Aragonés, del Sobrarbe más concretamente, y escritas con un estilo directo, sin adornos, como si el propio autor nos las contara junto al fuego. Las habría escuchado con gusto en torno a una hoguera bajo las estrellas del verano de Pineta.
El conjunto dibuja un lienzo sin concesiones amables, sin bucolismos, pero que a la vez denota nostalgia y mucho respeto por una tierra con denominación de origen.
Pirineos, tristes montes… A mí, sin embargo, me seguirán dibujando siempre una enorme sonrisa.
Monte Perdido, a finales del siglo XX.
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