Infringí una de mis normas sagradas y fui a ver Midnight in Paris (2011) en versión doblada tras haber decidido con anterioridad, por primera vez en más de una década, que no acudiría al estreno anual de Woody Allen. Hice un Edición-Deshacer de estas dos decisiones por una causa que merecía la pena: llevar a mi hija a su primera película de Woody Allen. El resultado, vista la escasa empatía entre ambas, tiene pinta de que será primera y última. No se lo reprocharé por varias razones: Allen es un cineasta fuera de su generación que no le habla de lo que le interesa y, aunque Midnight in Paris se vende como una comedia romántica y pudiera parecer que ahí existe un punto de contacto, lo cierto es que no cuenta las cosas como ella está acostumbrada. Y no me refiero a un cine obvio y genérico, sino uno en el que se marquen bien los hitos y los significados. Tanto da, el caso es que los adultos sabemos de qué va el cine de Allen y que el de ahora es un pálido reflejo de lo que fue, y era imposible que a su edad mi hija pudiera captar situaciones, nombres y gags de lector iniciado, por mucha labor de apoyo narrativo que yo le proporcionara. Quiero pensar que para ella el nombre de Woody Allen quedará asociado al cine que le gustaba a su padre (como John Ford ha quedado al mío). Con eso me basta.
Resulta paradójico que un cineasta como Allen, que ha retorcido tan creativamente la comedia y la narración cinematográficas, acabe rendido ante un cine tan secuencial, transparente y anticipatorio. No es que Midnight in Paris sea una mala película, que no lo es, pero es simplemente el filme que Allen --estoy persuadido-- siempre quiso rodar en París. Las imágenes iniciales, antes de que arranque la historia propiamente dicha, lo dice todo. Para este viejo narrador, después de Nueva York, sin duda está París, una ciudad en la que podría haber dejado florecer su personal visión de la naturaleza humana y del humor. Para rellenar esta declaración de amor a la ciudad, Allen recurre al episodio parisino-norteamericano por excelencia: cuando en la década de los 20 del siglo pasado infinidad de creadores (con el tiempo de primera fila, entonces no se sabía) se dejaron caer por París atraídos por la baratura del coste de la vida y la relajación de unas costumbres sexuales que contrastaban fuertemente con el puritanismo de su país de origen. Una época que figura en los libros de texto estadounidenses y que además forma parte de un legado cultural más amplio: Hemingway, Porter, Scott Fitzgerald, Stein... pero también (y esto es emanación achacable a las numerosas lecturas de Allen y a su idea del arte) Braque, Dalí, Buñuel, Belmonte, Eliot....
El enredo que sostiene el filme es mínimo, lo justo para encajar una serie de escenas que haga las delicias de ese público que suspira por un cine pausado, limpio, ordenado y parcialmente previsible. No son virtudes despreciables, ni mucho menos, pero no suficientes como para hacer olvidar que se trata del homenaje a una ciudad antes que una ficción. Como comedia romántica elude las escenas clave del género (desencuentro, ruptura, declaración, momentos perfectos de cualquier clase), algo que a lo que no renunciaba en --por ejemplo-- La rosa púrpura de El Cairo (1985), y lo fía todo a la eficacia del elemento fantástico, a los artistas que hace circular por la pantalla y a la comicidad que pueda extraer de ambos.
Hace tiempo que Allen escogió la vida antes que el arte, pero no nos lo dejaba tan claro desde Melinda y Melinda (2004). Tampoco es un secreto que el París de los años veinte es una de sus épocas favoritas por la inigualada acumulación de talento, fraternidad, diversión canalla y creatividad circulante. Ninguna de las dos cosas resultan nuevas en su cine más reciente, y aunque hay quien lo valora como el mejor Allen de los últimos años, lo cierto es que no pasa de ser el borrador de un enredo con más posibilidades de las que explora realmente.