Revista Cultura y Ocio
La época dorada comenzó en la primavera de mil novecientos noventa y nueve. Un período de tiempo que contuvo ilusiones y desprendimientos, constructor de una conciencia relativa a Dios en constante desarrollo. Es por eso que el recuerdo de la primera vez que vi The Thin Red Line en la sala de un cine tiene un significado muy particular. Por una parte, la exposición contemplativa en medio de la contienda bélica, y el énfasis puesto en el contraste entre horror y dulzura, dos rostros de una misma Naturaleza de la cual todos formamos parte, me proporcionó la avanzadilla hacia el panteísmo. En otro orden, supuso la proclamación pública o el desvelo - canalizada en los grandes medios de la industria cinematográfica - de un principio espiritual que anidaba en el pensamiento secreto del individuo. P. Witt, personaje encarnado por Jim Caviezel, era quien representaba la fe inquebrantable del soñador, frente al principio de realidad encarnado en su amigo y antagonista, el sargento Edward Welsh (Sean Penn). La película concluía apuntando hacia la realidad bruta ("¿Dónde está ahora tu destello?"), pero bajo el anuncio del misterioso proceder de la naturaleza, la cual parece ser la ejecutora de lo bello imperecedero al tiempo que permite la degeneración. En cualquier caso, marcó una época y suscitó la reflexión. Desde aquel ya lejano punto de partida llegamos hasta este momento.
The Tree of Life es una suerte de memoria autobiográfica centrada en la idea de Dios, rascando en la contraposición creada entre el mundo natural y lo divino con la obsesiva idea de hallar el nexo, el punto donde la interrogación - o plegaria - que el ser humano formula al Universo tenga una respuesta conciliadora. Si el universo sigue un devenir caótico, regido por el azar, insensible al devenir del ser humano, ¿por qué la naturaleza ha permitido la existencia de un ser consciente y sensible a sus propias desgracias? ¿por qué no hemos nacido ciegos e insensibles al dolor?. Nos habríamos ahorrado milenios de filosofía y enfrentamientos. Es más, si estamos a merced del caos en una gigantesca maquinaria que sobrepasa las posibilidades del entendimiento humano, que permanece insensible a nuestro infortunio ¿quién debería acogernos como una madre cariñosa?. O acaso la figura de un padre violento y estricto en las normas es la que mejor representa el espíritu del universo. ¿Qué ente o inteligencia debería asumir la responsabilidad ante el error cometido por la propia naturaleza?. Nuestro ojo consciente, ¿no será el mismo ojo de la naturaleza que se mira y se compadece de sí misma?. Malick hace que esa interrogación al cosmos sea el vehículo con el que arañar la realidad en busca de un saber intuitivo. Habla de esperanza, habla de plegarse a los designios divinos, aceptar piadosamente aquello que nos depara el caos cósmico: "te entrego a mi hijo". Dios es la personificación de ese cosmos con el cual queremos dialogar. La conciliación es posible si aceptamos el caos natural. Todo se resume en la palabra "conformidad". Y sí, podemos decir que el cine de Terrence Malick usa un lenguaje demasiado explícito y pomposo, que su tratamiento de la imagen es vulgar, que su puesta en escena busca crear una emoción artificiosa y carente de espontaneidad, pero su cine es una composición de partes que el espectador debe unir intuitivamente, así como el ejercicio de Malick consiste en aprovechar la discontinuidad de tiempo y de espacio, de lo micro a lo macro, hallando resquicios para una interrogación constante. Aspirar a modificar conciencias sin el imperativo de indicar "quién" ni "cómo". Lo propio del discurso basado en la interrogación, y ya veremos si ello es acomodaticio o francamente perturbador en este caso.