Siro, La Voz de Galicia
Tosco, obcecado, temperamental, agrio, ambicioso, siempre escorado, pero prodigiosamente firme. Visceral y reflexivo, según él mismo se decía, un intelectual con ademanes de Caudillo, un líder innato entre la masa: “Cuando se concentran mil personas siempre hay una de la que emana autoridad, y ése ha sido mi caso” llegó a afirmar en una ocasión. Tan fresco y aperturista en el régimen de Franco, como rancio y autoritario en la senda democrática, su vehemencia hizo historia y su rotundidad y contundencia se expresaron tanto en su amplia anatomía como en la esencia de su discurso. Manuel Fraga Iribarne se fue con el invierno, en el día más gallego del estío madrileño, poniendo fin con su fallecimiento a la extendida creencia de que aquel legendario baño en Palomares le había otorgado algo parecido a la inmortalidad. En los óbitos de la Prensa corrieron las alabanzas y fueron pocos los que hablaron de las aristas y contradicciones que, precisamente, hacen grande a este personaje. Parece lógico: a la muerte siempre le acompaña una nota de irrealidad y desmesura. Pero la hemeroteca tiene eso de grandioso: permite volver al pasado. Por eso en este artículo rescatamos parte de la entrevista que el político gallego mantuvo con Manuel Vázquez Montalbán y que aparece recogida en el libro Mis almuerzos con gente inquietante, publicado en 1984 (aquellos tiempos en los la entrevista era un género y no un panegírico).
Cuenta Montalbán que Fraga se atrevió a arrancar el teléfono después de haber advertido de que no le pasasen más llamadas. Aunque el político aclara: “No lo arranqué. Corté el cable con unas tijeras. Es decir, hubo reflexión.” También se recoge en la entrevista que dejó a su mujer en el hospital mientras alumbraba a su tercer hijo para asistir a la Primera Bienal de Arte Hispanoamericano de Pintura que él organizaba en octubre de 1951 y que estuvo a punto de desmoronarse por los altercados que se produjeron ante la masiva afluencia de gente a una conferencia de Dalí. Describe Montalbán: “Se plantó en el teatro, se abrió paso a codazos entre la multitud y, desde uno de los proscenios, se dirigió al público pidiendo calma y advirtiendo: 'Quien no colabore conmigo es un bellaco'. Colaboraron, vaya si colaboraron, y ahí queda para la historia el busto vigilante de un Fraga con el pelo cortado a la alemana, contemplando el mar de cabezas y un Dalí inspirado que diría aquello de 'Picasso es comunista, yo tampoco'.Las anécdotas engrandecen su biografía, alimentan su fama de ogro iracundo y él se jacta de su personalísimo modo de entender la política y la vida, palabras que en algún momento llegó a confundir. Se definía a sí mismo como una “persona activa, trabajadora, que de vez en cuando pisa algún callo”, y creía que la gente le veía “como un personaje macizo, sencillo, tosco, tenaz, activista y, por lo mismo, alguien que propende a estropear digestiones, siestas y otros festejos. Algunos han exagerado estas tendencias hacia un activismo y autoritarismo en los que, sinceramente, no me reconozco”. Profundamente personalista, no dudaba en afirmar que “si la gente trabajara más, el índice general de la envidia habría bajado” y que él había conseguido “que la causa de la llamada derecha fuera un objetivo goloso”. Bajo esa fachada vieja y derrotista que el tiempo acabó esculpiendo en él, algunas generaciones quisieron ver en Fraga a un anciano impertinente e incómodo, casi senil, aunque, en realidad, su intacto orgullo era el que le empujaba a seguir mandando callar a quien le incordiaba. Sus estertores políticos, dormitando en el senado, lo habían convertido en un personaje fundamental en la fauna humorística de este país, tan dado a la desmemoria.
Montalbán reflexionaba así durante su entrevista en los años 80: “El pobre Arias Salgado, el pobre Muñoz Alonso, el pobre Camilo Alonso, cada vez que Fraga menciona un muerto, menos en el caso de Franco, le añade el epíteto de pobreza, epíteto conmiserativo y devaluador en sus labios, como si morirse hubiera sido un acto de incongruencia. La divisa de aprovechar la vida podría ser el lema de su escudo fraguiano. ‘Las cosas se han de hacer bien pero deprisa, porque la vida es breve’, ha dicho y escrito este hombre que habla a una velocidad vertiginosa para poder decir todo lo que piensa en esta vida, tal vez en la desconfianza de que en el cielo hay libertad de expresión.” Qué ironía: a juzgar por los óbitos, parece que la muerte ha desatado la compasión y ha convertido también a Fraga en alguien “pobre”, débil, extrañamente humano. Una mediocridad. La peor ofensa que podrían haberle hecho.