El viento ha conseguido desnudar a los árboles de un plumazo. Ellos, que aún conservaban con remilgo las vergüenzas de la primavera, han sido sacudidos por esa ráfaga de otoño que los ha dejado de una vez con el tronco expuesto a los caprichos de la estación.
Y es que este lunes, antes que agua, han llovido hojas secas. Es la poética de este otoño subrepticio que se ha eregido repentinamente ante nuestros ojos. Las calles han vuelto a recoger los cuerpos ateridos de los que madrugaban para caminar con la cabeza entre los hombros intentando engañar al frío. Otros han tenido que esquivar los carteles publicitarios de quioscos y negocios, que volaban reclamando su minuto de gloria. Algunos, incluso, han sido brutalmente atacados por hojas de periódico que se abrazaban a sus rostros buscando consuelo... mártires diarios que han vivido esta jornada empachados de visitas papales y milagros.
Día, pues, para enredarse a la manta y emborracharse de caldo, para tener al fuego la cafetera y dejar que sus jugos nos abrasen por dentro mientras el viento hace lo suyo arañando los cristales, recordándonos su irreprochable inmensidad. Y es en ese recogimiento, en esa búsqueda de protección hogareña es cuando nos subimos a lomos del otoño sin calentamiento ni preámbulos. Por una vez, parece que los preliminares han perdido todo el romanticismo y que, vareados por el bufido otoñal, hemos abrazado el equinoccio con la intensidad de un reencuentro frugal que apenas acontece una vez al año y que, como todo lo realmente bello, es común a todos los mortales.
¿Que por qué me gusta el otoño? Porque nos pone un paso más cerca de una nueva primavera.