¡Qué mueran los novios! Esta frase icónica resuena con gran parte de la cinematografía española de este último año. Tras La habitación de al lado y Los destellos, el cuarto trabajo en la dirección de Carlos Marques-Marcet, recupera el tema de la muerte digna. Algo que ha sido tabú durante bastante tiempo y que, con regulación legislativa del uso de la eutanasia, ha reavivado un debate en las artes sobre nuestro derecho a decidir cómo y cuándo, será nuestra despedida. Ese derecho fomenta la creación de un cine más libre, valiente y reconfortante. Al menos, nos hace pensar sobre un cuestionamiento vital presente en nuestro subconsciente, y es que viene bien poder hablar y familiarizarnos con la muerte, pues no deja de ser un proceso natural inherente al ser humano.
Claudia (Ángela Molina) sufre una enfermedad terminal que está prologando la agonía de la última etapa de su vida. A pesar de contar con el apoyo de su amado marido Flavio (Alfredo Castro) y su hija menor Violeta (Mónica Almirall), la protagonista comienza a plantearse la idea de poner fin a su vida en una clínica privada en Suiza. Su compañero de vida durante más de cuarenta años, Flavio (Castro), decide unirse a ella en un viaje sin retorno para estupefacción de sus vástagos. Es así como Violeta se convertirá, de forma involuntaria, en una mediadora que intenta comprender la decisión de sus padres, artistas pasionales que viven todo con una profunda intensidad.
Lo más palpable de este nuevo largometraje, es el salto de calidad de Marques-Marcet, siendo el proceso más largo de producción en que se ha visto inmenso (cinco años). Traduciéndose visualmente a una apuesta más vanguardista que huye de ese naturalismo más típico de las producciones independientes con las que dio sus primeros pasos. En esta ocasión, se vale de la personalidad de sus personajes para crear un universo que da pie, crear secuencias musicales que juegan a un surrealismo musical sorprendente, rememorando a los momentos más lucidos del cine de Ramón Salazar. Por desgracia, aunque la atención la capta desde la forma, el texto prevalece, siendo de forma muy reducida cuando se percibe esa rica ruptura de lo tradicional. Es cierto, que las interpretaciones de su reparto tienden a lo teatral, con gestos y vestuarios exagerados por momentos, pero creo que es más auténtica cuando abraza ese dramatismo enloquecido.
A grandes rasgos, aunque la premisa es realmente interesante, la siento inconsistente. El pretexto del amor, por encima de todas las cosas, suena a un deleite muy a lo ‘Romeo y Julieta’ que coge fuerza en un relato de una pareja en la tercera edad, pero su guion me termina por saturarse en la densidad y la complejidad del momento que atraviesan sus protagonistas, en una lucha por aferrarse al amor que se procesan, pero con garras afiladas para defenderse de las aristas que existen entre los mismos. No puede evitar sentirse como una obra poco accesible, algo que quizás ya pasaba en cierta forma con los trabajos previos del director, aunque en estos casaba mejor un sentimiento bohemio que encajaba con la efervescencia de las relaciones románticas que apenas empiezan a dar sus primeros pasos.
Juega a su favor tener a la deslumbrante Ángela Molina, quien parece estar viviendo su segunda mejor vida, y aún encuentra proyectos arriesgados en los que mostrar nuevas capas de su calidad como actriz. Rememorando en cierta forma a su paso por La Piedad (2022) de Eduardo Casanova. Complementando un buen tándem junto a Alfredo Castro, en la composición de un romance pasional casi adolescente, bajo la sabiduría de la longevidad. Aunque quien se roba la atención, verdaderamente, es Mònica Almirall, aportando luz ante las vicisitudes del conflicto que ocupa, con un enriquecedor debut interpretativo.
Cada etapa de la vida vibra en un tono diferente, precisamente ahí radica la ramificación que compone a Polvo serán. Explorando las distintas formas de amar, sin caer en el melodrama, siendo una obra sincera y admirable que consigue derrochar vida en un trabajo que hablar sobre la muerte. Mención especial a su destacable diseño de producción y a la música de María Arnal, componiendo el auténtico corazón de la cinta. Aun así, creo que le falta cierta chispa para conseguir ser un trabajo perdurable. Echo en falta que sea ese verdadero musical del que se habla (se limitan a tres o cuatro momentos), al menos recupera esa poesía visual tan propia del cine de Paula Ortiz, y que este año he visto desvanecerse en cierto sentido con una propuesta “más comercial”, como La virgen roja.
Puedo entender a esa parte de la audiencia que ha quedado fascinado con la propuesta, pero personalmente hubiera agradecido más grandilocuencia en su composición. Quedándome atrapado, más por su apuesta visual/musical que por el contenido argumental de la misma. En líneas generales, no deja de vislumbrar a un sector privilegiado, con cierta lucha de egos latentes en las conversaciones intrafamiliares, por mucho que el pretexto sea la ayuda altruista y los últimos vestigios del poder de la familia tradicional, cada día más deteriorada. Generando cierta distancia, mientras uno echa la vista atrás y se pregunta así mismo si el camino hasta aquí ha sido suficientemente enriquecedor. A pesar de todo, es un cine de preguntas y eso siempre es meritorio. La simiente es buena, me mantengo atento e inquieto por el futuro enriquecedor que parece dibujar el cine de Carlos Marques-Marcet.
Crítica escrita por Juan Carlos Aldarias
Título original: Polvo serán Director: Carlos Marques-Marcet Guión: Carlos Marques-Marcet, Clara Roquet, Coral Cruz Fotografía: Gabriel Sandru Música: Maria Arnal Reparto: Angela Molina, Alfredo Castro, Mònica Almirall, Patrícia Bargalló, Alván Prado, Manuela Biedermann, Emma Corbacho, Oriol Genís Distribuidora: Elástica Films Fecha de estreno: 15/11/2024