Revista Política
Por el bien de la democracia, disuelvan el Tribunal Constitucional
Publicado el 28 mayo 2010 por JoaquimYa hemos hablado aquí antes de la ineficacia y el partidismo grosero que presiden las actuaciones del Tribunal Constitucional español (TC). Ocurre que ese desastre no es casual, sino que tiene todas las trazas de haber sido diseñado aposta en su momento, allá en los cada vez más mitificados aunque realmente nada gloriosos tiempos de la Transición.Entiéndanme, no estoy diciendo que el TC fuera creado para hacer el ridículo como lo viene haciendo desde hace largos años, aunque de modo destacado en los últimos y sobre todo en el caso de la impugnación presentada por el Partido Popular (PP) contra el nuevo Estatut catalán. Lo que afirmo es que el invento fue concebido precisamente para la función que está cumpliendo: servir de instrumento de bloqueo a cuantas leyes no fueran del agrado de la (extrema)derecha española.
Ocurre que en democracia -Montesquieu mediante o no- existe una única cámara a través de la cual se expresa la soberanía popular, única fuente por su parte (única, recalco) de legitimidad del Estado y sus instituciones. Esa cámara ha de estar elegida por sufragio universal, libre y directo de sus ciudadanos, y así viene sucediendo en cada vez más países desde los días de la Revolución Francesa, una vez liquidada la precedente cámara estamental de la época del Antiguo Régimen.
Sucede que esta cámara de representación popular cuya composición eligen directamente los ciudadanos, tiene en la mayoría de democracias dos facultades fundamentales: legislar el corpus de leyes que rigen el Estado y la convivencia pública y elegir un gobierno acordado por una mayoría de sus componentes. Pore tanto, corre el riesgo de llegar a ser controlada en algún momento por la izquierda, circunstancia que no sólo en España aterroriza a la derecha social, económica y política. Como barrera ante semejante posibilidad se creó una segunda cámara, llamada generalmente Senado, cuya función primordial es precisamente bloquear la posibilidad de que a través de la producción legislativa o los actos de gobierno del ejecutivo se produzcan transformaciones substantivas en materias que afectan a la hegemonía de las clases dominantes en nuestras sociedades.
Para lograr que el Senado cumpla esa función de cortafuegos permaneciendo "ad eternum" en manos de la derecha -en España, de la (extrema)derecha-, se ha diseñado un poco ingenioso pero muy útil sistema: consiste en que todas las circunscripciones electorales (las provincias, en España) elijan el mismo número de senadores, con lo cual las provincias rurales y menos pobladas (tradicionalmente derechistas) obtienen una fuerte sobrerrepresentación en número de escaños, en relación con los que se otorgan a las provincias más densamente pobladas y de carácter industrial (generalmente inclinadas a la izquierda). Convertido así en un frontón en el que rebotan todas las pelotas -es decir, frenando en seco y devolviendo de inmediato a la Cámara llamada Baja cuantas leyes y disposiciones se estimen peligrosas-, el Senado juega un papel clave en el mantenimiento del estatus quo en cuanto a la perpetuación de privilegios y la retención del poder por parte de las clases dominantes. Todo gobierno no ya revolucionario sino simplemente reformista acaba por estrellarse ante el bloqueo al que el Senado somete a sus iniciativas.
Por si falla el filtro del Senado, que todo puede pasar cuando se deja votar libremente al pueblo, la artera derecha postfranquista que gobernó los inicios de la Transición impuso en el llamado Pacto Constitucional la creación de un Tribunal que desde entonces ha venido funcionando como un reaseguro de probada eficacia. El Tribunal Constitucional se ha convertido de facto a lo largo de estos 30 años en una tercera cámara legislativa, y cuando ha convenido a quienes lo manejan ha paralizado cualquier iniciativa de cambio en sentido progresista que molestara a la (extrema)derecha española. Es sencillamente insufrible que una decena de personas que, como sucede en todo el aparato judicial, han llegado al cargo por cooptación luego de probar fidelidad a sus patronos políticos, se atrevan a enmendar la voluntad popular libremente expresada a través de sus representantes elegidos e incluso ratificada luego en reféredum, como es el caso del Estatut catalán embarrancado, sólo porque ellos presuntamente entienden más de leyes. La soberanía popular está por encima de leguleyos y picapleitos que en lugar de conformarse con su papel de funcionarios del Estado pretenden erigirse en salomones de guardarropía que determinan qué se puede y qué no se puede legislar. Se trata en suma de una versión cutre y risible del gobierno aristocrático de la Grecia clásica, que pretendía que algunos espíritus selectos tenían derecho natural a imponer su criterio al resto de los mortales, considerados como ganado nacido sólo para obedecerles y servirles.
En la fotografía publicada por El País el pasado 27 de abril, aparece un grupo de magistrados del Tribunal Constitucional: su vicepresidente, Guillermo Jiménez (quinto por la izquierda), Manuel Aragón (a su lado, con barba) y Ramón Rodríguez Arribas (a continuación), mientras presencian la corrida de toros del domingo anterior desde el callejón de La Maestranza de Sevilla, y algunos de ellos fuman gruesos habanos. Al lado de los magistrados del alto tribunal, César Cadaval, uno de Los Morancos, grupo que practica un humor especialmente zafio y fascistoide.