Uno de los grandes logros de la sociedad contemporánea es el habernos enseñado a superar la teodependencia que padecieron nuestros antepasados, o, como le gusta decir a Benedicto XVI, “a vivir como si Dios no existiera”. El agnosticismo y el ateísmo han dejado de ser posiciones filosóficas reservadas a algunos sabios más o menos excéntricos, como lo fueron en tiempos antiguos, y se han convertido en parte de la forma de vida de millones de personas, sobre todo en los países más avanzados. Incluso para una gran parte de los que todavía se consideran “creyentes”, la religión ya no es un dogma que les ordene rigurosamente el camino a seguir en la vida, sino una mera peculiaridad más de sus costumbres y de su forma de entender y valorar el mundo, a nivel similar al de sus gustos musicales, gastronómicos o deportivos, pero seguramente un poco menos importante que sus orientaciones política o sexual. La religión actual es, mayoritariamente, una religión “de consumo”. Al fin y al cabo, cinco mil años de religiones organizadas han sido totalmente incapaces de conseguir lo que el avance del conocimiento, del progreso económico y de la democratización social ha materializado en poco más de un siglo (al menos en los países “desarrollados”, y ciertamente no sin convulsiones): unos niveles de bienestar, de paz y de solidaridad social inimaginables en esta tierra para los antiguos visionarios religiosos. La creencia en un Ser Superior, en un Más Allá, en algo que dé un sentido transcendente y absoluto a nuestro fugaz paso por la vida, es, simple y llanamente, una creencia superflua, una especie de homeopatía mental, un cuento de hadas del que, con la mano en el corazón, casi todos sabemos que podríamos prescindir totalmente y no por ello se iba a desmoronar el mundo.
Por supuesto, para el Presidente-Consejero Delegado de la mayor multinacional del planeta, empresa líder hasta el momento en el mercado de las creencias, el hecho de que tantos millones hayamos descubierto que se puede vivir de maravilla sabiendo que la transcendencia, el pecado, la gracia y todas esas cosas no son más que un timo barato, y sabiendo que hay otras maneras más eficaces y satisfactorias de organizar la vida en común, esta súbita caída de la demanda mundial de su producto le tiene preocupado, a él y a su numeroso Consejo de Administración. Es como si descubriéramos que los coches andan más rápido y contaminan menos con agua del grifo que con gasolina; sería lógico que la industria petrolera anduviese mosqueada. Así que Su Santidad (como le llaman sus seguidores) anda recorriendo el mundo, y muy en particular nuestro antes tan católico país, con el objeto de intentar convencer a la gente de que eso de vivir sin Dios no es bueno, sino malísimo; es más, no sólo es que sea malo, ¡es que es el principal problema de nuestra época! Para volver a incrementar la demanda de su producto, ha montado estos días una cosa que llama “Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización”, y que será una de las estrellas de la Jornada Mundial de la Juventud que cortará el tráfico en mi ciudad el próximo verano.
Pero este intento propagandístico se basa en rotundas falacias que extrañan en gente de tanto y tan profundo conocimiento como el profesor Ratzinger. Por ejemplo, la falacia de predicar que el relativismo es la causa del totalitarismo (cuando sabe perfectamente que todos los regímenes totalitarios se han fundado siempre en justo lo contrario: en el dogmatismo, en la negación absoluta de que el otro, el distinto, pudiera tal vez tener razón; y cuando sabe perfectamente que tantos regímenes dictatoriales se han apoyado precisamente en los dogmas de la multinacional que dirige). O la de que el “relativismo” de los que vivimos sin dios sea un “indiferentismo egoísta”, o sea, que no tenemos moral y que nos da lo mismo que la gente sufra (cuando sabe perfectamente que “vivir sin dios” no es “vivir sin ética”, sino ser consciente de que tus valores morales no tienen, ni necesitan, un fundamento transcendente, ni tienes el derecho divino a considerarlos absolutamente superiores a los valores de tu prójimo; y cuando sabe perfectamente que las religiones se han caracterizado muy a menudo por insensibilizar a sus fieles ante el sufrimiento de millones de marginados y de oprimidos, cuando no a provocarlo). O la falacia de que el “laicismo” busca algo así como la aniquilación civil de los creyentes (cuando sabe perfectamente que lo único que busca el movimiento laicista es que las organizaciones religiosas no detenten privilegios en comparación con otras organizaciones sociales por el hecho de ser religiosas).
Todas y cada una de estas falacias las escucharemos una y otra vez, de boca del profesor Ratzinger o sus múltiples voceros. Pero, por fortuna, sabemos que no son más que el canto de cisne de una publicidad cada vez menos creíble. Así que, cada vez que escuches su propaganda, recuerda y repite: ¡viva el relativismo!
"Enrólate en el Otto Neurath