Resulta evidente que todos hemos mentido alguna vez en nuestra vida. De hecho, se estima que en cada conversación de más de diez minutos, mentimos como mínimo una vez; y que un tercio de las veces que charlamos con nuestra pareja también lo hacemos. La mentira es, por tanto, un elemento que está presente de forma continua en nuestra relación con el mundo.
Se ha estudiado mucho acerca de cómo detectar a un mentiroso. Así, instrumentos como el polígrafo o el estudio de las microexpresiones faciales han sido muy útiles a los expertos durante nuestra más reciente historia. Sin embargo, la realidad es que ambos no constituyen herramientas infalibles, y siempre hay personas que logran encubrir su engaño. Y nos preguntamos ¿por qué lo hacen?
Claro está que en ciertas situaciones es lógico que tratemos de encubrir la verdad. Es el caso de los asesinos o criminales que bajo ningún concepto quieren ser descubiertos. Para ello inventan ingeniosas estratagemas y eligen complicadas coartadas con el fin de cubrirse las espaldas.
A pesar de esto, llama la atención el hecho de que la gran mayoría de nosotros no somos criminales y, por lo tanto, no tenemos esa apremiante necesidad de mentir. Y sin embargo, lo hacemos.
La mayoría de los engaños que hacemos son las llamadas menitirijillas o mentiras piadosas, las cuales nos resultan sin importancia y no les prestamos demasiada atención. Pero además, también son frecuentes aquellas mentiras más elaboradas y “graves”, como son el ocultar una infidelidad, una paternidad o una deuda.
La explicación más aceptada se centra en nuestra propia incapacidad para ser sinceros con nosotros mismos. Dado que nos cuesta mucho aceptar nuestras equivocaciones o enfrentarnos a aspectos que nos resultarían dañinos, tampoco parecemos tener especial interés en descubrir la mentira del otro. Por tanto, es como si prefiriésemos que nos contasen una trola, en lugar de tener que enfrentarnos a lo que la verdad supondría.
Bien podría ser el caso de una esposa que, casi sin darse cuenta, lucha por “creerse” las banales excusas de su marido acerca de sus viajes de negocios, manchas de carmín u olor a colonia de mujer por haberse cruzado con su hermana o su madre, que aceptar la terrible realidad de que le está siendo infiel.
Por tanto, dado que muchas veces en el fondo necesitamos que nos engañen para poder seguir engañándonos a nosotros mismos, entramos en un círculo de mentiras en el que nosotros mismos acabamos por inventarnos historias ante los otros. Enfrentarse a la verdad duele, y la gente no quiere sufrir innecesariamente, por lo que es mejor vivir en un mundo imaginario en el que todo es maravilloso.
En resumidas cuentas, y como dicen los expertos, quizá sea hora de aceptar que todos somos mentirosos. Es algo que está en la naturaleza del ser humano desde nuestros comienzos, y siempre que podamos obtener beneficio de ello lo seguiremos haciendo. Por eso, se apunta a que es mejor vivir siendo confiado y feliz aunque sabiendo que te la colarán en algún momento, que moverse continuamente entre la suspicacia y la desconfianza, pues esto podrá llevarte a muchas equivocaciones.
foto|Roland Darby